Texto original del Manifiesto del Padre Francisco Vegara, que le impidieron proclamar en la Misa Crismal del Obispo Munilla

"San Nicolás, que abofeteó en Nicea a Arrio, me ha dado fuerzas para que en este templo de su advocación haya dicho lo que tenía que decir, que es, después de los sacramentos, lo más importante que he hecho en mi vida"

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Vicente Montesinos

Director de Adoración y Liberación

 

 

Recientemente les hemos compartido el vídeo de lo acaecido el Lunes Santo en San Nicolás, Concatedral de la Diocésis de Orihuela-Alicante (España) en la Misa Crismal presidida por el Obispo Jose Ignacio Munilla.

Allí les dimos lectura al Manifiesto del Padre Francisco Vegara. En esta ocasión se lo dejamos por escrito (junto al vídeo, para quien no haya tenido ocasión de ver como se acallaba a un verdadero sacerdote; mientras se da voz a cualquiera, o se pasea por allí el patriarca de no sé donde y se habla de ecumenismo)

Al padre le impidieron leer estas palabras; ya que comete un grave pecado: es católico. Católico de verdad. Y ya se sabe: en este “Iglesia” caben todos… “Vení, Vení…”… Todos menos los católicos de siempre.

Lean y conserven; y si pueden impriman, este texto. No tiene desperdicio. Dios bendiga al Padre Francisco Vegara.

 

 

 

 

 

“¡Basta de silencios!, sino gritad con cien mil lenguas, pues, como se ha callado, el mundo está podrido”,

proclamaba santa Catalina de Siena.

 

En cuestiones doctrinales y de fe no caben respetos humanos, sino que todo silencio es culpable, como dice san Juan:

“Si alguno viene a vosotros, y no es portador de esta doctrina, no lo recibáis ni lo saludéis, pues el que lo saluda, comparte sus malas obras” (2Jn 10-11)

; así se entiende que el principal deber que San Pablo encomiende a uno de los primeros obispos sea el de mantener “el buen depósito de la fe” (2Tm 1, 14), para que la iglesia sea verdaderamente “casa de Dios vivo, y columna y fundamento de la verdad” (1Tm 3, 15);

por eso, don José Ignacio, en esta ocasión solemne quiero hacerle una petición pública: por la pasión de Cristo, que estamos ya celebrando, rompa formalmente con las iglesias alemana y belga, que son peores que la maldita de Laodicea, y que, por provocar un escándalo que ni la tierra puede ya soportar, deberían haber sido anatematizadas, pues ése es precisamente el pecado contra el Espíritu Santo: declarar bueno el mal, bendiciéndolo, y malo el bien, haciendo pasar por intransigencia la verdad; estamos en la gran apostasía, y el miembro que no rompa con el cáncer alemán y belga, participará en su misma corrupción; de ahí que se haya dicho:

“Sal de ella, pueblo mío, para no ser cómplice de sus pecados, ni solidario en su castigo” (Ap 18, 4).

 

Ésta es la gran prueba de la iglesia, anunciada en el catecismo oficial, para que se vea quién se deja directamente engañar, y quién también, por encima de todo, prefiere la comodidad de una falsa obediencia a la defensa, en conciencia, de la doctrina católica; como Jesús se entregó a la pasión, y fue condenado por sus propios sacerdotes, también ahora la iglesia se encamina a una pasión semejante, ¿y seremos igualmente sus sacerdotes los que la condenemos: unos por acción, y otros por omisión?

 

“¿Estáis locos, israelitas?”

(Dn 13, 48),

¿no veis que habéis condenado y lleváis a ejecutar a la iglesia, figurada por la casta Susana?;

por eso yo hoy acuso al papa Francisco, en caso que sea verdadero, de un pecado mucho más grave que el de Honorio, pues, al menos por negligencia, está socavando la ortodoxia, y promoviendo la abominación.

 

San Nicolás, que abofeteó en Nicea a Arrio, me ha dado fuerzas para que en este templo de su advocación haya dicho lo que tenía que decir, que es, después de los sacramentos, lo más importante que he hecho en mi vida.

 

Gloria sea a “Jesucristo: el mismo ayer y hoy y por los siglos de los siglos” (Hb 13, 8). Amén.

Él es el buen pastor que, primero, da la vida por las ovejas (cf. Jn 10, 11),

y luego las separará de las cabras (cf. Mt 25, 32),

y él es también el nuevo Salomón (cf. 1R 3, 16-28),

que, por un lado, juzga con misericordia a la que, habiéndola lavado, se presenta ante sí mismo “sin mancha ni arruga ni nada semejante” (Ef 5, 27),

y que, por otro, condena con sagacidad a la gran ramera que, vestida de púrpura y escarlata: colores que identifican a la jerarquía apóstata, y embriagada con la sangre de los fieles (cf. Ap 17, 1-6),

caerá como la gran Babilonia (cf. Ap 18, 2);

a él es a quien esperamos, uniendo nuestras voces a las de la auténtica iglesia y esposa, la cual, impulsada por el Espíritu, dice:

“Maranatha”

(1Co 16, 22),

“Ven Señor Jesús”

(Ap 22, 20).

 

 

 

 


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