La luz del alma (Por Ángel Ortega)
Y, como diría san Pablo, "¿Entonces qué? Oraré con el espíritu, pero oraré también con la mente." (1Cor 14, 15)...

Por Angel Ortega
Adoración y Liberación
Estamos atravesando el mar de la tibieza y nuestra barca parece zozobrar.
El buen Jesús quiere aparecer entre la niebla, pero nuestra luz no es capaz de hacerlo meridianamente visible a nuestros ojos.
El temor se convierte en tiniebla y la vista ya no es el faro que nos guía por el buen camino.
Así que, sin rumbo, el enemigo surge de esa tiniebla y acecha, siempre acecha, sobre todo cuando quiere ser esa luz que no se enciende en ti, una luz tenue, incluso parece bonita, embriagadora, pero que no calienta, al contrario, provoca un ligero temblor que termina por helarte las entrañas. Este es el vacío espiritual al que toda persona, alguna vez, se tiene que enfrentar.
Manifestarse el mal en uno, de la forma que sea, es algo que es innato al hombre. La barca se nos va a balancear hasta casi tirarnos a la profundidad de este vacío singular. La nada se apodera de nosotros, y nos lleva al mar de dudas que es el Mundo. Todo se tambalea, un terremoto de tibios pensamientos hace dudar al más fuerte, porque todo se puede mover y, hacer caer, en el peor de los casos. Nadie está exento, ni reyes ni súbditos, ni libres ni esclavos, ni buenos ni malvados.
Y, como diría san Pablo, “¿Entonces qué? Oraré con el espíritu, pero oraré también con la mente.” (1Cor 14, 15)…
¡Qué razón tenía y tiene! Cómo se nota que él debió de soportar muchos ataques del mal, incluso más, siendo ya Apóstol de los gentiles. Él responde a estos insoportables momentos, con un consejo que tenemos que recordar, si el espíritu se aturde porque no encuentra a Dios, nuestra mente debe continuar el trabajo, implorando, suplicando, llamando sin esperar respuesta, porque ésta vendrá sola e inesperada.
Nadie sabe lo que le pasó a Saulo por la mente el día que Jesús lo derramó en el suelo como ola por el mar, no lo podremos saber hasta que se lo preguntemos en el cielo, Dios lo quiera. Cuando esto ocurra, entenderemos muchas de las oscuridades por las que habremos pasado en la terrenal zozobra, porque Dios, bajo el amparo de nuestra libertad, no hace hasta que se pide, y esa mente tan corrompida recibió lo que pidió, pero a lo bestia, sin pasos intermedios que interfirieran en la plenitud del mensaje, un clarísimo acto de la Misericordia del Padre para con sus hijos, sufrientes de dolor y necesitados de amor.
Y, como diría san Pablo, “¿Entonces qué? Oraré con el espíritu, pero oraré también con la mente.” (1Cor 14, 15)
¡Qué razón tenía y tiene! Cómo se nota que él debió de soportar muchos ataques del mal, incluso más, siendo ya Apóstol de los gentiles. Él responde a estos insoportables momentos, con un consejo que tenemos que recordar, si el espíritu se aturde porque no encuentra a Dios, nuestra mente debe continuar el trabajo, implorando, suplicando, llamando sin esperar respuesta, porque ésta vendrá sola e inesperada.
En un inesperado y brillante momento, sale la voz desde lo más profundo del alma que vuelve a proclamar:
“Señor, tú eres mi lámpara; Dios mío, tú alumbras mis tinieblas.” (Salmo 17, 29)
Este precioso versículo que, cantado por ángeles, tiene que ser como un éxtasis de Gloria, no se nos puede olvidar, es casi el Padrenuestro del perdido en la negritud del que va derecho al abismo.
Y es aquí, hermanas y hermanos, donde ese sufrimiento cambia de actitud, nuestra mente se convierte verdaderamente en Templo del Espíritu Santo y nos lleva junto a la Cruz. Allí contemplamos los pies de Cristo, deformados de dolor, las espinas que no caen de su cabeza porque están prietas por el desamor del verdugo, del pecador. Nos mira, nos disculpa y, llenos de Él, nos trae de vuelta.
Dice san Rafael Arnaiz: “¡Es tan difícil explicar por qué se ama el sufrimiento!… Pero yo creo que se explica porque no es al sufrimiento tal como éste es en sí, sino tal como es en Cristo, y el que ama a Cristo ama su Cruz.”
En esta plenitud, de nuevo, la Gracia de Dios nos da la mano y el amparo de la Virgen la recompensa de su sempiterna maternidad.
Tirémonos al océano de los que rehúsan perder lo más preciado, porque tenemos el mejor salvavidas, el que nunca dejará que nos hundamos y, al son de la música de las olas, el que nos llevará a terreno seguro.
Que el Espíritu Santo llene nuestras mundanales vidas con el preámbulo del objetivo celeste que es la salvación de las almas.