FIRMA INVITADA: Apunte cínico
Álex Holgado
El efecto Francisco se compone de un popurrí de ventiscas, porque el Espíritu, ya se sabe, sopla donde y cuando quiere. No se sabe entonces muy bien qué es ni es fácil de delimitar. Lo único claro es que genera buenas vibras con el mundo.
Pero uno de los aspectos del francisquismo o movimiento bergogliano, y tal vez nuclear en esta primaverización eclesial, sea su inspiración cínica.
Los cínicos, más allá de la tópica imagen de Diógenes, eran numerosos en tiempos de la decadente civilización helénica y luego romana. Y no vivían en toneles, precisemos, sino que practicaban este estilo de pensamiento a la manera de los revolucionarios de hoy: desde la comodidad del salón de mármoles y jaspes.
Ser cínico hoy implica rechazar toda forma de civilización. Son rupturistas. Lo heredado es siempre peor que lo nuevo y, además, es complicado, farragoso, sobrante, estructural, necesariamente podable. Los cínicos de hoy rechazan la ley en favor de una inmanente pauta natural. El hombre no precisa de elucubraciones y profundos razonamientos, sino que debe liberarse de esa costra anquilosadora para vivir auténticamente. Y así dicen los neoparadigmáticos: la ley está muerta, sigamos las sorpresas del Espíritu. Hay algo de naïf, de infantil, de simplón en esta actitud. Por eso los globos que parece que envuelvan ya permanentemente, por ejemplo, la imagen del Cardenal Schonborn.
Es una característica común al pensamiento del siglo y que se ha colado como ventarrón en la Iglesia, incardinándose en los nuevos paradigmas.
Pero los cínicos griegos también se hicieron notar por sus excentricidades. Diógenes Laercio describe procacidades tales como masturbarse o defecar en público, orinar encima de alguien, escupir a la gente o hablar en favor del incesto y del canibalismo. Creo que no es caer en la exageración considerar como expresión de estas provocaciones la serie de escandalosas declaraciones realizadas por Bergoglio y su troupe, encabezadas con “por las venas de Jesús corre sangre pagana” y siguiendo por “algunos creen que para ser bueno y católico tenemos que ser como conejos”, “los fanáticos anticondones quieren poner al mundo entero dentro de un condón”, “la Iglesia tiene que pedir perdón a los pobres, a las mujeres explotadas, a los niños explotados por su mano de obra, tiene que pedir perdón por haber bendecido muchas armas”, si un gay “acepta al Señor y tiene buena voluntad, ¿quién soy yo para juzgarlo?”, “no existe un infierno en el que sufren las almas de los pecadores para toda la eternidad”, “¡La Virgen era humana! Y quizás tenía ganas de decir: “¡Mentira! ¡He sido engañada!”, “la Virgen no es un jefe de la oficina de Correos, para enviar mensajes todos los días“…
Ya parece que nos hemos acostumbrado a este comportamiento provocador que tan grato le parece al que debería ser el primer defensor de la doctrina y la tradición. Pero es una forma de coprolalia largamente cultivada en una parte de la Iglesia que se ha visto alentada a cargar contra lo más sagrado.
Mejor no citar parroquias ni nombres, aunque esa creciente creatividad expresada en muchísimas celebraciones/payasadas de Novus Ordo sí encajan en esta deliberada protesta en contra de las costumbres y la sana tradición, pues estos cínicos modernos consideran una forma de enseñanza deliberada el no seguir el Misal y reducir a escombros la liturgia, la pauta probada y privilegiada para dirigirse a Dios.
Sin embargo todos estos hechos solo tienen validez porque son actos deliberados de protesta contra las costumbres sociales y morales habituales y hasta preceptivos desde hace décadas (el “espíritu conciliar” es así, irreverente por naturaleza) y porque los cínicos primitivos creían que era una forma de enseñanza realizada. El modelo es la antítesis.
Mejor es profundizar en estas manifestaciones sacrílegas de la mentalidad infantiloide del católico progremodernista. Hasta nuestros días ha llegado la imagen irreverente de los cínicos atenienses, que se deleitaban mofándose de lo más sagrado y respetable de la sociedad de su tiempo. La desvergüenza o anaideia podría explicarse por la necesidad psicológica de atentar contra lo que en realidad no se comprende bien. Hay una actitud de insatisfacción vital por inadaptación y que se canaliza a través de un desparpajo iconoclasta. Cuanta más reverencia merece un valor o tradición, mayor furia desatan los cínicos contra él.
Los cínicos repudian las ciencias, las normas y las convenciones. Sólo les vale lo espontáneo, lo que nace de los adentros del corazón. Aunque sea basura, error, deformidad, maldad disfrazada de bien y camuflada de discernimiento. El culto a la conciencia subjetiva, que sustituye a la ley de Dios, a la Revelación, bebe de este resabio enfermizo cínico.
Por eso, ni siquiera se reconocen como miembros de una misma escuela filosófica o teológica, que sería entonces refutable, sino que se aficionan a ese totum revolutum que genera el imaginario contestatario, colectivista, izquierdista en definitiva. Rahner, Küng, Boff, Gutiérrez, Cámara, Casaldáliga, Sobrino, Kasper… son más que teólogos: son dioses, un panteón infalible que todo bien nacido debe aceptar. Ellos son los gurús de una corriente que, a pesar de la espiral jacobina y anarcoide que los mueve, incontestable. El culto al líder político/espiritual nunca reconocido y que desconcierta al iluso de la camaradería de base. Es la dinámica de la contradicción propia del príncipe de la mentira.
La autosuficiencia -me viene ahora a la cabeza la anaideia/mascarada del Cardenal Dolan y sus corte de ginecólitas, pero también el asesor legbita James Martin o el inquisidor Vito Pinto- es marca identificativa de estos nuevos cínicos que, no obstante, no se aplican la vida austera y desapegada de los honores de la polis y que buscan el furor mediático para fustigar al católico de a pie y halagar al líder.
Y eso en nombre de la misericordia, que ya es cinismo.
El gran apologeta San Justino, mártir, discutió con todo tipo de filósofos, pero fue el cínico Crescencio su más encarnizado opositor a la verdad católica y quien le acabó denunciando para que fuese condenado y ejecutado. Pues eso.
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