LA OCTAVA PALABRA. Por Antonio Caponnetto
Por Antonio Caponnetto
Para Adoración y Liberación
No la escuchó la turba arrebañada,
ni menos los verdugos inclementes,
no tampoco los gritos de las gentes
en la fiesta macabra ensangrentada.
No se hizo audible para el fariseo,
y hasta aquél que contaba treinta chapas,
quedó sordo de culpas o en los mapas
buscó el lugar de su horca, como un reo.
Retumbante de hiel, la Sinagoga,
indescifraba el sacro abecedario
que aquel excepcional patibulario
desgranaba en la cruz mientras se ahoga.
¿La notaron de lejos los rabinos,
Poncio Pilatos y Caifás el torvo,
o esa tipografía era un estorbo
para sus corazones asesinos?
No prestaron oídos los quebrantos
lejanos de sus fieles pescadores,
en la hora final, los estertores
cubrieron los sonidos como mantos.
Cuentan que Dimas sí, la oyó potente
cual una despedida o un legado,
brotada desde el agua del costado
mas proferida con su voz doliente.
Letra por letra le llegó a María.
La septiforme espada de su duelo
acaso se alivió como un consuelo
en una inmensa, cósmica agonía.
Refieren unos de un papiro griego,
tal vez esenio, que se halló en tinaja,
de una mujer que oyó, ya cabizbaja,
La Vera Icón, la del clemente pliego.
Conjeturo que entonces, Juan, el hijo,
discipular retrato del amado,
cuando ya todo estaba consumado
desentrañó el particular sufijo.
El Señor con sus ojos todo abarca,
con sus miembros clavados todo estrecha,
así lanzó su postrimera endecha
¡Pedro, sé fiel al conducir mi Barca!
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