El milenio espiritual: ¿en la tierra o en el cielo? Por Jorge Alberto Vásquez
¿Es verdad que habrá un milenio pendiente de paz y felicidad según el Apocalipsis, el Reino milenario de Cristo que comienza con la Parusía después de la derrota mortal del Anticristo y del Falso Profeta?

1. Así dice el Apocalipsis sobre los mártires, tanto los que hayan sido decapitados como los que, aunque no mueran violentamente, hayan sido perseguidos de diversos modos por no adorar a la bestia ni aceptar su marca en la frente o en la mano: «Revivieron y reinaron con Cristo mil años» (Ap 20, 4); «serán sacerdotes de Dios y de Cristo y reinarán con Él mil años» (Ap 20, 6). Es preciso notar que aquí en este libro profético son contrastadas dos clases de mártires: los decapitados, que son las almas de los fieles difuntos que ya gozan del Paraíso celestial, y los perseguidos por no obedecer al Anticristo. Si nos atenemos a la letra, a ambas clases les concierne igualmente revivir y reinar con Cristo mil años.
En cuanto a los decapitados «por el testimonio de Jesús y la Palabra de Dios» (Ap 20, 4) —otras Biblias traducen degollados—, puede ser Esteban el primer mártir de la lista, como también puede serlo Abel, que aguardaba al Mesías como todos aquellos justos del Antiguo Testamento. Sea cual fuere la multitud de los asesinados por su fe, parece obvio que su revivir, a fin de reinar con Cristo mil años, no sería otra cosa que su resurrección corporal gloriosa, es decir, se trataría de la «primera resurrección» (Ap 20, 5), que difiere, a juzgar por el texto, de la segunda resurrección colectiva, perteneciente a los demás muertos «que no revivieron hasta que se cumplieron los mil años» (Ap 20, 5).
Con respecto a los perseguidos, los que no hayan adorado a la bestia ni aceptado su marca en la frente o en la mano, no se expresa que son decapitados. Por supuesto, los decapitados de los que hablamos son también perseguidos y no apostatan de la fe, pero en el mismo texto son distinguibles dos clases de mártires. Parece que tales perseguidos, aunque hayan muerto naturalmente en algún momento histórico, pueden ser incluso los sobrevivientes de la dictadura del Anticristo final, siniestro personaje a quien Dios le concederá el poder de actuar durante cuarenta y dos meses para atribular a la Iglesia verdadera (cf. Ap 13, 5). El vidente del Apocalipsis, acaso para matizar, dice que ve las almas de los decapitados, pero no las almas de los perseguidos. Acerca de estos escribe así: «y [vi] a todos los que no adoraron a la bestia ni su imagen, ni recibieron la marca en su frente ni en su mano» (Ap 20, 4). Quizá, si es con relación a aquellos sobrevivientes, los vea estando vivos todavía, sin haber muerto corporalmente como los decapitados. Pues bien, si aún están vivos, entonces su revivir, a fin de reinar también con Cristo mil años, ¿será su resurrección corporal gloriosa?
No obstante, para ser digno de esta resurrección sería necesario haber sido un santo difunto. Esta disquisición me lleva a recordar dos pasajes epistolares de san Pablo, que pueden correlacionarse: «Mirad, os declaro un misterio: no todos moriremos, pero todos seremos transformados, en un instante, en un abrir y cerrar de ojos, al son de la trompeta final; porque sonará la trompeta, y los muertos resucitarán incorruptibles, y nosotros seremos transformados» (1 Cor 15, 51-52). Además: «Porque el mismo Señor descenderá del cielo, cuando la voz del arcángel y la trompeta de Dios den la señal, y los que murieron en Cristo resucitarán primero. Después nosotros, los que vivamos, los que quedemos, seremos arrebatados en nubes junto con ellos al encuentro del Señor en los aires, de modo que en adelante estemos siempre con el Señor» (1 Tes 4, 16-17). La trompeta final, que es la séptima en el Apocalipsis (cf. Ap 11, 15-19), apunta a la Parusía.
Estos dos fragmentos paulinos tienen en común que también hablan de dos clases de colectivos, que solo durante el acontecimiento de la segunda venida gloriosa del Señor Jesús recibirán su recompensa: los fieles difuntos, que han de ser dignos de la resurrección corporal gloriosa, y los fieles sobrevivientes hasta la Parusía, que han de ser, aunque excepcionalmente no hayan necesitado morir, transformados y al fin llevados en nubes junto con aquellos al encuentro del Señor Jesús en los aires. Considero, en mi concepto, que estos mismos dos fragmentos paulinos pueden complementarse con el citado texto del Apocalipsis sobre las dos clases de mártires: los decapitados y los perseguidos.
Parece entonces que tanto «los que murieron en Cristo», los fieles difuntos de la Iglesia triunfante, entre los cuales se mencionarían los decapitados, como «los que vivamos, los que quedemos» hasta la Parusía, entre los cuales se contarían los perseguidos de la Iglesia militante, revivirán y reinarán con Cristo mil años. Pero el revivir para los primeros significaría, propiamente, su resurrección corporal gloriosa, y para los segundos, su transformación corporal milagrosa, de modo que los unos y los otros ya no estarían sujetos a la corrupción por el pecado original. Al versar sobre la «primera resurrección», que abarcaría a ambos colectivos preferentemente, tal vez la palabra resucitar, dado el contexto, tenga el alcance semántico de revivir. Es más, ¿qué impide que los fieles sobrevivientes hasta la Parusía sean los que, una vez transformados y libres de las secuelas del pecado original, pueblen el nuevo mundo (cf. Is 65, 13-25), que será dichoso y eterno?
2. Ante todo, conviene preguntarnos: ¿es verdad que habrá un milenio pendiente de paz y felicidad según el Apocalipsis, el Reino milenario de Cristo que comienza con la Parusía después de la derrota mortal del Anticristo y del Falso Profeta? Repitamos la lectura: «Revivieron y reinaron con Cristo mil años» (Ap 20, 4). Si estos mil años designan todo el tiempo de la Iglesia militante, la sexta edad de la humanidad, que va desde la Ascensión hasta la Parusía conforme a la exégesis de san Agustín, el revivir se refiere a la resurrección espiritual por la gracia: actualmente, los fieles difuntos de la Iglesia triunfante reinan con Cristo en el cielo, así como reinan con Él, a pesar de las dificultades de este mundo de tinieblas, los fieles vivientes de la Iglesia militante en la tierra. En este sentido, el milenio del Apocalipsis no es algo futuro, sino que es ahora una realidad histórica desde la Redención: la «primera resurrección», concepto fundado en el de la resurrección espiritual, consiste en recibir los sacramentos de la Iglesia, en particular el bautismo, la confesión y la comunión. Esta interpretación clásica, que puede ser correcta, ¿es suficiente y no es necesaria otra que la complete?
Sin embargo, quisiera formular una objeción, que ya había advertido en mi ensayo «Las siete edades de la Creación y los mil años según el Apocalipsis». Leemos que tales decapitados, así como los perseguidos, revivieron y reinaron con Cristo mil años. Los decapitados están en la gloria del cielo: han muerto en la tierra por su martirio cruento. Lo que implica que antes de fallecer ya han revivido su alma, es decir, han resucitado espiritualmente en la tierra, han perseverado hasta el fin en la fe. ¿No será incoherente comprender que, estando su alma en la gloria del cielo, los decapitados revivieron y reinaron con Cristo mil años? El revivir su alma, que ahora disfruta del Paraíso celestial, sonaría redundante. Más bien se hablaría del revivir su cuerpo, esto es, la resurrección corporal gloriosa.
A no ser que se haya de entender otra cosa, lo que sería volver a defender la posición de san Agustín: revivieron su alma en la tierra y reinaron con Cristo en el cielo mil años, todo el tiempo de la Iglesia militante, sin que obste que sigan reinando con Él por toda la eternidad. ¿Pero cabe aplicar igualmente esta medida temporal a cada uno de los mártires? No lo creo. La frase mil años, al englobar una cantidad de tiempo, comporta un principio, un intermedio y un final, más allá de decidir si se ha de valorar en el sentido literal o simbólico. ¿Es preciso afirmar que un mártir del siglo III reine igualmente con Cristo mil años que un mártir del siglo XIX? La medida temporal de mil años debería ser tomada con respecto a un mismo punto de partida para todos los mártires de la historia, sea cual fuere su año de defunción.
A mi modo de ver, los mil años según el Apocalipsis serían inaugurados a causa del evento extraordinario de la Parusía, con el que, a juzgar por los versículos bíblicos aportados, los elegidos, tanto los fieles difuntos de la Iglesia triunfante como los fieles sobrevivientes de la Iglesia militante, revivirán y reinarán con Cristo mil años. La interpretación de san Agustín, enfocada en la noción básica de la resurrección espiritual, como también motivada por erradicar la herejía del milenarismo carnal, puede ser correcta, pero no me parece exacta sino algo forzada. Prima el sentido literal; ¿qué impide aceptarlo? No me siento cómodo en replicar a este doctor de la Iglesia, un gigante a quien tanto admiro: me apresuro a tranquilizar que mi opinión no es más que la de un laico balbuciente. Sí estoy de acuerdo con él en que los mil años de la atadura de Satanás (cf. Ap 20, 1-3) corresponden al milenio sexto: este ángel maldito, encadenado por la fuerza de la Crucifixión, será soltado al final —por la apostasía de las naciones— para valerse del Anticristo. A mi entender, sin embargo, el Reino milenario de Cristo posparusíaco atañe al milenio séptimo.
3. Concedamos que habrá un futuro milenio de paz y felicidad, el mismo Reino milenario de Cristo posparusíaco, durante el cual los mártires, tanto los decapitados que han de resucitar gloriosamente como los últimos perseguidos que han de ser transformados milagrosamente, revivirán, «serán sacerdotes de Dios y de Cristo y reinarán con Él mil años» (Ap 20, 6). Por lo visto, se profetiza un reino sacerdotal y litúrgico. Es lo que se ha llamado también el milenio espiritual, que difiere esencialmente del milenarismo carnal, una concepción herética y absurda de mil años pecaminosos entre la gula y la lujuria. No pocos autores, incluso doctos, han reiterado que san Agustín renegó absolutamente del milenio espiritual. Esto no me parece cierto, considerando, por lo demás, que era una doctrina tradicional y ortodoxa recordada por san Ireneo de Lyon y reconocida por otros padres de la Iglesia. Que el santo doctor de Hipona escribiera que era de la misma opinión de los que previamente compartían el milenio espiritual no quería decir que ya no la sostenía: solo afirmó que la toleraba, a condición de que no fuera mal entendida como la degeneración de los bajos instintos. Con el propósito de acallar el problema de esta interpretación perjudicial para la Iglesia, propuso una novedosa concepción del milenio, sobre el que acabamos de discurrir.
Con relación al vocablo milenarismo (quiliasmo), es famoso el decreto del Santo Oficio del 21 de julio de 1944, que cita el párrafo 3839 del Denzinger sobre la cuestión del milenarismo mitigado: «En estos últimos tiempos se ha preguntado más de una vez a esta Suprema Sagrada Congregación del Santo Oficio qué haya de sentirse del sistema del milenarismo mitigado, es decir, del que enseña que Cristo Señor, antes del Juicio final, previa o no la resurrección de muchos justos, ha de venir visiblemente para reinar en la tierra». La respuesta es disciplinar: «El sistema del milenarismo mitigado no puede enseñarse con seguridad». Según el teólogo José Salguero, «el mismo Santo Oficio insistió en que el “milenarismo mitigado” tuto doceri non potest. Y prohibió con toda severidad que dicha doctrina sub quolibet praetextu doceatur, propagetur, defendatur vel commendetur, sive viva voce, sive scriptis quibuscumque» (Epístolas católicas. Apocalipsis. En: Biblia Comentada. Texto de la Nácar–Colunga, tomo VII, p. 518. Madrid: Biblioteca de Autores Cristianos).
Aquí se ha se reparar en que el Señor Jesús vendría a reinar en la tierra presente, en este mundo posdiluviano, «antes del Juicio final». Esto sería, en resumen, el milenarismo mitigado, mesurado en cuanto a las pasiones carnales; sistema que describió Leonardo Castellani de esta suerte sin creer en él ni enseñarlo: «un Reino temporal de Cristo a la manera de los imperios de este mundo, con su corte en Jerusalén, su palacio, sus ceremonias y festividades, su presencia visible y continua —y hasta su ministro de Agricultura…—» (Cristo ¿vuelve o no vuelve?, 3.a ed., p. 66. Buenos Aires: Vórtice. La primera edición es de 1951). Así, por mucho que se esfuercen en la santidad, ¿cambiaría la cotidiana tendencia pecaminosa de los hombres? ¿Esta tierra, surgida después del diluvio, sería radicalmente transfigurada en algo nuevo? No parece: es como si el Verbo de Dios, ya con su cuerpo glorioso, viniera otra vez a este mundo corrompido, tal como lo halló durante su primera venida, hostil y lleno de pecadores, para ser, tras la destrucción del reinado del Anticristo, un rey terrenal y asombroso delante del común de los mortales, aunque a ratos no sea visible. No; me temo que se requiere un hecho drástico y decisivo: la renovación del mundo viejo, o sea, el fin del mundo posdiluviano.
Pero sobre este tema conocemos también la enseñanza del Catecismo actual, que se publica en 1992 y presupone un avance: «Esta impostura del Anticristo aparece esbozada ya en el mundo cada vez que se pretende llevar a cabo la esperanza mesiánica en la historia, lo cual no puede alcanzarse sino más allá del tiempo histórico a través del juicio escatológico: incluso en su forma mitigada, la Iglesia ha rechazado esta falsificación del Reino futuro con el nombre de milenarismo (cf. DZ 3839), sobre todo bajo la forma política de un mesianismo secularizado, “intrínsecamente perverso” (cf. Pío XI, carta enc. Divini Redemptoris, condenando “los errores presentados bajo un falso sentido místico” “de esta especie de falseada redención de los más humildes” (Gaudium et spes, §§ 20-21)) (§ 676).
En otras palabras, el Señor Jesús no vendría a reinar en la tierra «antes del Juicio final»: la esperanza mesiánica solo se consigue «más allá del tiempo histórico a través del juicio escatológico», es decir, a través del Juicio final. El Catecismo subraya que la Iglesia rechaza el milenarismo, incluso el mitigado, por significar una «falsificación del Reino futuro». ¿Se incluye dentro de este nombre la concepción del milenio espiritual? Lo dudo. Según Castellani, «ese quiliasmo [a saber, el milenio espiritual] no ha sido jamás condenado por la Iglesia; ni —audemus dicere— lo será nunca, por la simple razón de que la Iglesia no va a condenar la mayoría de los Santos Padres de los cinco primeros siglos, entre ellos a los más grandes…» (ibidem). El Catecismo, por lo demás, suele identificar la Parusía con el Juicio final, como expuse detenidamente en mi ensayo «El Apocalipsis a la luz del Catecismo actual».
Esta explicación es mía: el milenio espiritual, que es el séptimo, sería el Reino de Cristo posparusíaco; al término de este tiempo de mil años se realizaría el Juicio universal, que es el segundo momento del Juicio final, para el que resucitarían los restantes muertos de todos los siglos de la humanidad (cf. Ap 20, 5), tanto las ovejas como las cabras (cf. Mt 25, 31 ss.), compareciendo ante el Juez y los jueces (cf. Mt 19, 28; Lc 22, 29-30). El primer momento del Juicio final, que es el drama histórico de la Parusía, debería exclusivamente concernir a la última generación humana del milenio sexto.
Por consiguiente, el milenarismo mitigado no debería confundirse con el milenio espiritual: la diferencia reside por lo menos en que en el primero reina Cristo antes del Juicio final, y en el segundo, después del Juicio final. Efectivamente, cuando Él venga con sus ángeles para la siega, separará el trigo de la cizaña (cf. Mt 13, 37-43), lo que es un juicio riguroso, el de las naciones impías (cf. Ap 19, 15; 2 Pe 3, 7): «El día del Juicio, al fin del mundo, Cristo vendrá en la gloria para llevar a cabo el triunfo definitivo del bien sobre el mal que, como el trigo y la cizaña, habrán crecido juntos en el curso de la historia» (CIC, § 681). Este triunfo es definitivo: cesará el reinado de Satanás en la Creación para siempre, lo que supondría que no se temerá jamás otra salida suya desde el abismo. Si desde entonces faltara otra prueba de la humanidad al exponerse a la seducción del Maligno, aquel triunfo no habría sido definitivo sino provisorio; se ganaría una batalla muy importante pero todavía no la guerra. «El Juicio final sucederá cuando vuelva Cristo glorioso. Sólo el Padre conoce el día y la hora en que tendrá lugar; sólo Él decidirá su advenimiento. Entonces Él pronunciará, por medio de su Hijo Jesucristo, su palabra definitiva sobre toda la historia» (CIC, § 1040).
4. En su obra magna La Ciudad de Dios, san Agustín insiste en que con la Parusía sobrevendrá el fin del mundo por el fuego universal de acuerdo con la profecía de san Pedro (cf. 2 Pe 3, 5-13). Lo mismo da a entender el Catecismo. Se trata del fin de este mundo posdiluviano, como enfatizo en mi ensayo «Los últimos hijos de Noé», para que surjan los nuevos cielos y la nueva tierra, que serán eternos y donde no habrá muerte ni llanto, angustia ni fatiga (cf. Ap 21, 4; Is 65, 13-25). Ahora bien, mientras que san Ireneo, en su libro Contra las herejías, recoge la doctrina del milenio espiritual como el Reino sereno y próspero de Cristo, ¿por qué no tuvo en cuenta la palabra divina de san Pablo sobre el arrebatamiento de los elegidos durante la Parusía (cf. 1 Tes 4, 15-17)? Este sería un vacío teológico nada despreciable. Pienso que, acerca de las profecías apocalípticas, es ineludible la lectura integral de la Biblia, sin dejar cabos sueltos, y confrontar a la vez, por ejemplo, la epístola de san Pedro sobre el fuego universal y la de san Pablo sobre el arrebatamiento, las cuales, puesto que coinciden en mencionar la Parusía, no omitió san Agustín al abordar sobre las cosas últimas.
Según la Escritura, puede interpretarse que los elegidos, después de la gran tribulación (cf. Mt 24, 29-31), serán reunidos por los ángeles y llevados en nubes para encontrarse finalmente con el Señor Jesús en los aires y estar siempre con Él; los impíos, en cambio, serán dejados aquí en la tierra para ser, en última instancia, castigados con el fuego universal (cf. 2 Pe 3, 7). Si admitimos esto, ¿dónde se vivirá el milenio espiritual? En mi opinión, no en la tierra presente, que será, justo después de que los fieles se hayan ido con el Señor Jesús, quemada, enteramente pulverizada, así como lo fue Sodoma (cf. Lc 17, 28-30), mas sin llegar a ser aniquilada. «El cielo y la tierra pasarán» (Mt 24, 35), es decir, desaparecerán mudando el aspecto. Argumenta san Agustín: «Concluido el juicio [desde la Parusía], tendrá lugar la desaparición de este cielo y de esta tierra; será entonces cuando comenzarán a existir un cielo nuevo y una tierra nueva. Este cambio del mundo tendrá lugar por transformación de los seres, no por su total y absoluta aniquilación. De ahí que diga el Apóstol: Puesto que la apariencia de este mundo pasa, yo os quisiera libres de preocupaciones [1 Cor 7, 31-32]. Pasa, pues, la apariencia, no la naturaleza» (La Ciudad de Dios, XX, cap. XIV). Por su parte, dice san Pablo: «La caridad nunca acaba. Las profecías desaparecerán, las lenguas cesarán, la ciencia quedará anulada. Porque ahora nuestro conocimiento es imperfecto, e imperfecta nuestra profecía. Pero cuando venga lo perfecto, desaparecerá lo imperfecto» (1 Cor 13, 8-10; cf. 1 Jn 2, 16-17).
Siempre podemos interrogarnos: ¿qué harán los elegidos en la Jerusalén celeste durante el descanso sabático del séptimo milenio? Imagino que ellos, adorando en la fiesta de los Tabernáculos y celebrando las bodas del Cordero de la Iglesia triunfante (cf. Ap 19, 7), estarán resguardados en la Ciudad de Dios, así como Noé estuvo protegido dentro del arca, y hasta que pase la lejana tempestad de la ardiente renovación del mundo posdiluviano, algunos —por no decir todos— se formarán para ser jueces en el Juicio universal, formidable solemnidad para la que ya habrán desaparecido el cielo y la tierra presentes (cf. Ap 20, 11; 21, 4) y que será, al acabarse este milenio, la hora de la resurrección general de los demás muertos en la misma tierra quemada (cf. Ap 20, 5; 21, 11-15; Jn 5, 28-29). Tras esto existirán solamente dos cosas eternas: el Paraíso restaurado, que es el nuevo mundo, indestructible y que nunca desaparecerá, sobre cuya tierra trasfigurada se ha de posar la Jerusalén celeste, y el Infierno, que es el lugar preparado para el Diablo y sus ángeles (cf. Mt 25, 41).
¿Hay soportes bíblicos para apoyar esta respuesta? Creo que sí. El Evangelio la sugiere: «no tenemos aquí ciudad permanente, sino que buscamos la venidera» (Hb 13, 14); los patriarcas «si hubieran añorado la tierra de la que habían salido, habrían tenido ocasión de volver a ella. Pero aspiraban a una patria mejor, es decir, a la celestial. Por eso, Dios no se avergüenza de ser llamado Dios suyo, porque les ha preparado una ciudad» (Hb 11, 15-16). «En la casa de mi Padre hay muchas moradas. De lo contrario, ¿os hubiera dicho que voy a prepararos un lugar? Cuando me haya marchado y os haya preparado un lugar, de nuevo vendré y os llevaré junto a mí, para que, donde yo estoy, estéis también vosotros» ( Jn 14, 2-3). «Vosotros sois los que habéis permanecido junto a mí en mis tribulaciones. Por eso yo os preparo un Reino como mi padre me lo preparó a mí, para que comáis y bebáis a mi mesa en mi Reino, y os sentéis sobre tronos para juzgar a las doce tribus de Israel» (Lc 22, 28-29). «Mi reino no es de este mundo; si mi reino fuera de este mundo, mis servidores lucharían para que no fuera entregado a los judíos; pero mi reino no es de aquí» (Jn 18, 36). El Reino de Cristo, que en la tierra es la Iglesia militante y peregrina, será triunfante con su Parusía; desde entonces, desterrado para siempre el usurpador Satanás, Cristo reinará eternamente sobre este mundo creado (cf. Ap 11, 15-19), que ha de sufrir su transformación o regeneración (cf. Mt 19, 28; Rm 8, 18-23).
Si no me equivoco, infiero que los elegidos, mientras ocurra el fin del mundo posdiluviano por la completa conflagración, no se quedarán con el Señor Jesús en los aires para siempre sino que habrán sido transportados al cielo: a la Jerusalén celeste (cf. Ap 7, 15-17), cuya arquitectura está delineada (cf. Ap 21, 9 ss.) y que, culminado el Juicio universal al término del séptimo milenio (cf. Ap 20, 11-15), descenderá del cielo nuevo sobre la tierra nueva (cf. Ap 21, 1-2): entonces, en el octavo día, se vivirá el Paraíso restaurado, el Reino glorioso y eterno de Dios con los suyos (cf. Ap 21, 3; Mt 25, 34), que se pide con el Padrenuestro. Confío en que la Ciudad de Dios —¿acaso voladora como aquella casita nazarena de la Virgen que se afincó en Loreto?— jamás será perturbada por la Serpiente antigua, que habrá sido, gracias a la victoria definitiva del Señor Jesús con sus poderosos ángeles durante su segunda venida majestuosa, expulsada para siempre al lago de fuego y azufre (cf. Ap 20, 9-10). A este recinto sacro no entrará nada impuro (cf. Ap 21, 27).
Le revela el Señor Jesús a María Valtorta: «Cuando el rey venga, no reconocerá ya su hermoso jardín que se ha hecho salvaje y con ira arrancará las yerbas, aplastará los animales escurridizos, cogerá las flores que queden y se las llevará a su palacio, eliminando el jardín para siempre» (Los Cuadernos, 5 de julio de 1943). Así enseña, en fin, el Catecismo: «La victoria sobre el “príncipe de este mundo” (Jn 14, 30) se adquirió de una vez por todas en la Hora en que Jesús se entregó libremente a la muerte para darnos su Vida. Es el juicio de este mundo, y el príncipe de este mundo está “echado abajo” (Jn 12, 31; Ap 12, 11). “Él se lanza en persecución de la Mujer” (cf. Ap 12, 13-16), pero no consigue alcanzarla: la nueva Eva, “llena de gracia” del Espíritu Santo, es preservada del pecado y de la corrupción de la muerte (Concepción inmaculada y Asunción de la santísima Madre de Dios, María, siempre virgen). “Entonces despechado contra la Mujer, se fue a hacer la guerra al resto de sus hijos” (Ap 12, 17). Por eso, el Espíritu y la Iglesia oran: “Ven, Señor Jesús” (Ap 22, 17.20), ya que su Venida nos librará del Maligno»
Definitivamente.
Amén.
Hay que reconocer que a muchos les ha importado el tema del milenarismo pero en mi caso personal me ha preocupado poco sé que vendrá el Apocalipsis y, luego, Cristo vuelve y vence pero no me interesó nunca demasiado qué ocurría después, a saber, me doy por contento con que Cristo vuelva y reine si tienen que pasar mil años más para que baje del Cielo la Jerusalén Celestial y se creen nuevos Cielos y nuevas Tierras no es casi de mi incumbencia.
Lo que sí me interesa es el buen análisis teológico de los temas y si leo algo sobre el milenarismo espero eso.
Ahora, parecería existir algunas imperfecciones en el libro del Padre Castellani “Cristo ¿vuelve o no vuelve?” que, sin duda, no deben ser atribuidas a él sino a una dificultad que encuentro en interpretarlo y en su clasificación y esto vale, quizás, para el autor del artículo (que conoce el tema mucho mejor que yo) pero que no ha partido de una buena clasificación para llegar a una conclusión que aparezca con cierta claridad.
O sea, el problema está en la clasificación de los milenarismos.
Aquí el P. Castellani como escribe un ensayo tampoco me parece que procede con la debida claridad.
Esta clasificación que introduzco es una interpretación de la del P. Castellani.
Milenarismo quiliasmo y carnal: “que imagina un triunfo temporal y mundano de Cristo, semejante al que de hecho le exigiera el fariseísmo en vida; con su séquito de satisfacciones, desquites y deleites groseros para los resucitados, en los cuáles la fantasía animal se dio libre curso.” (Castellani, 2004:65)
Milenarismo carnal mitigado: “que imagina un Reino temporal de Cristo a la manera de los imperios de este mundo, con su corte en Jerusalén, su palacio, su ceremonia y festividades, su presencia visible y continua – y hasta su ministro de Agricultura (…).” (Castellani, 2004:66)
Los dos anteriores son rechazados por el P. Castellani y por la Iglesia, lo importante es que lo rechace la Iglesia pero, también, es importante señalar que lo rechaza el P. Castellani para defender su reputación.
El rechazo de los anteriores no sólo se debe a errores groseros de interpretación sino a que son pecados, son pensamientos gnósticos que se relacionan demasiado con ciertas herejías antiguas y con ideologías modernas que hablan del último hombre de la historia y del paraíso terrenal reconstruido.
El liberalismo y el comunismo y su sueños de construcción de una Babel terrenal, la masonería y cierta cábala junto con el evolucionismo y toda una serie de fantasías seudo científicas, filosóficas y teológicas.
Ahora dentro del Milenarismo espiritual la clasificación del P. Castellani no es tan precisa por ello solicitamos nos permitan una modificación:
Milenarismo espiritual alegórico: que es el propio de San Agustín (no de la primera parte de su vida sino de la influencia que ejerce San Jerónimo sobre él) en ese sentido se interpreta de manera alegórica el reino de mil años que San Juan presenta en su Apocalipsis.
Es decir, ese reino se iniciaría con el nacimiento de Cristo y sería una nueva recapitulación de todo lo dicho anteriormente en el Apocalipsis de Juan.
No está mal que el poema y revelación termine en una recapitulación.
Ahora que el Apocalipsis recapitula constantemente también es cierto.
Hay muchas dificultades en esta interpretación de estos mil años en los que Cristo reinaría que serían en lo que estamos cursando el año 2022.
Como crítica a esta interpretación alegórica muchos afirman que Satanás está bien suelto y no hubo un verdadero reinado de Cristo en la tierra.
Milenarismo literal espiritual: que entiende que “un Milenio está predicho en la Escritura; ese período todavía no se ha dado; en qué consiste a punto fijo y en pormenores no lo sabemos; cuando se dé, lo sabremos.”
En ese sentido, entiende que en estos dos mil años que han pasado desde la primera venida Satanás estuvo suelto y que es necesario que Cristo reine en la tierra como en el Cielo por mil años.
Contra esta objeción puede decirse que el tiempo de la Historia de Salvación lo fija la Iglesia con su santificación o con el resfrío de su amor y su fe.
O sea, aunque para los mundanos Cristo no reine es obvio que lo hace con la colaboración de la creatura humana y de la Iglesia y que establece los tiempos para la segunda Venida.
Con lo cuál nos quedan dos posibilidades para la fe o creemos en un milenarismo en el sentido espiritual y alegórico de San Agustín o lo aceptamos en el sentido literal pero espiritual que muchos de los primeros santos Padres de la Iglesia han sostenido.
Cualquiera de las dos posturas que adoptemos puede ser más o menos razonable según determinados argumentos pero como no hay dogma de fe sobre las mismas ni anatema puede el católico adherir a cualquiera de estos dos milenarismos espirituales presentados siendo más conveniente según la Iglesia católica de los últimos siglos adherir al de San Agustín pero sin hacer de este tema un dogma de fe o sea que la equivocación en este tema no nos deja fuera de la Iglesia y no es pecado aunque se exige cierta prudencia y conocimiento antes de tomar una decisión.
Como no tengo la prudencia y le conocimiento necesario no adopto ninguna postura sobre este tema y considero que lo que decida Dios está bien para mí.
Espero la corrección por el autor del artículo y su ampliación si lo entiende conveniente.
me encanto el art’iculo, un tema muy actual, para los tiempos de hoy