Comentario crítico a la carta del Cardenal Muller. Por Padre Francisco José Vegara.

0 1.076

 

SIGUENOS EN TELEGRAM

 

 

 

Por Rvdo Padre Francisco José Vegara Cerezo.

Para Adoración y Liberación.

 

 

En cursiva va el texto original de la carta, y en normal, mis comentarios.

 

 

 

CARTA AL CARDENAL DUKA SOBRE LOS «DUBIA» Y «AMORIS LAETITIA»*
(por Cardenal Gerhard Müller)

 

 

Eminencia, querido hermano Dominik Duka,

He leído con gran interés la respuesta del Dicasterio para la Doctrina de la Fe (DDF) a tus «dubia» sobre la exhortación apostólica postsinodal «Amoris Laetitia» (»Risposta a una serie di domande», en adelante «Risposta») y me gustaría compartir contigo mi valoración.

Una de las dudas que has presentado al DDF se refiere a la interpretación de «Amoris Laetitia» que se encuentra en un escrito de los obispos de la región de Buenos Aires del 5 de septiembre de 2016, que permite acceder a los sacramentos de la confesión y de la Eucaristía a los divorciados que han establecido una segunda unión civil, incluso cuando siguen comportándose como si fueran marido y mujer, sin propósito de cambiar de vida. La «Risposta» afirma que este texto de Buenos Aires pertenece al magisterio pontificio ordinario, por haber sido acogido por el mismo Papa. Francisco ha afirmado, de hecho, que la interpretación que ofrecen los obispos de Buenos Aires es la única posible de «Amoris Laetitia». En consecuencia, la «Risposta» indica que al texto de Buenos Aires hay que prestar religioso obsequio de la inteligencia y de la voluntad, como a otros textos del Magisterio ordinario del Papa (cf. «Lumen Gentium» 25,1).

 

En efecto, el número 892 del catecismo de la iglesia católica habla de adhesión “con espíritu de obediencia religiosa” al magisterio ordinario por razón de “la asistencia divina” de que también goza este magisterio; por tanto, el solo hecho de que el papa Francisco haya asumido y presentado como magisterio ordinario algo que contradice, de raíz, el magisterio extraordinario, hasta el punto de anular tres sacramentos: el matrimonio, que queda relativizado, y la confesión y la eucaristía, que quedan profanados, por poder conferirse a quienes deberían estar excluidos de los mismos, permite ya plantear la disyuntiva más radical: o Francisco no es verdadero papa, de modo que su magisterio tampoco será verdadero, o la doctrina católica es falsa en su integridad, por enseñar la asistencia divina sobre el magisterio ordinario, el cual presenta ya un caso claro de contradicción, lo que es imposible que ocurra en Dios, quien entonces quedaría negado lógicamente, pues la contradicción demuele en su integridad aquel sistema al que afecta.


En primer lugar, es preciso aclarar, desde el punto de vista de la hermenéutica general de la fe católica, cuál es el objeto de esta obediencia del intelecto y voluntad que todo católico debe ofrecer al magisterio auténtico del Papa y de los obispos. A lo largo de la tradición doctrinal, y particularmente en «Lumen Gentium» 25, esta obediencia religiosa se refiere a la doctrina de fe y moral que refleja y garantiza toda la verdad de la revelación. Quedan expresamente excluidas del magisterio las opiniones privadas de los Papas y de los obispos. Cualquier forma de positivismo magisterial contradice también la fe católica, porque el magisterio no puede enseñar aquello que no tiene nada que ver con la revelación, ni tampoco cuanto contradice específicamente la Sagrada Escritura («norma normans non normata»), la tradición apostólica y las decisiones definitivas anteriores del mismo magisterio («Dei Verbum» 10; cf. DH 3116- 3117).

 

El cardenal aquí comete una grave incongruencia, pues no puede ser que el concilio Vaticano I conceda al papa la autoridad suprema sobre la iglesia y el carácter infalible de su magisterio extraordinario sin más condición, en ambos casos, que su voluntad firme y definitiva, claramente expresada (Dz 1831 y 1837), y luego se niegue el positivismo magisterial, cuando las decisiones magisteriales son obviamente de carácter puramente positivo, o sea: puestas autoritativamente, y no derivadas deductivamente; así la verdadera naturaleza de la doctrina católica consiste en un equilibrio entre el ideario ya establecido como un sistema doctrinal dogmático de misterios trabados lógicamente entre sí, y el positivismo pontificio, que es el fundamento último práctico que da carta de naturaleza a aquellos misterios; en efecto, aunque las fuentes de la revelación son la Escritura y la Tradición, ocurre que ambas son insuficientes por sí mismas, para establecer tesis claras y razonadas, pues toda escritura y tradición por su fijeza son incapaces de rebasar el marco mental que las generó, y, por ende, de responder a las nuevas problemáticas, requiriendo por ello mismo una instancia interpretadora que haga actual y preciso su mensaje para cada momento histórico; como ejemplo, se puede poner el de la Trinidad, desde cuyas escuetas tesis según la Escritura y la primera Tradición: la existencia de tres realidades divinas distintas y la unidad de la divinidad, el magisterio pontificio irá generando todo un sistema lógico-dogmático, centrado en la distinción de las personas y en la unidad de la naturaleza; también se puede poner el ejemplo de la Escritura, cuyo canon fue determinado magisterialmente, o el de la Tradición, cuya realidad e importancia fueron también determinadas magisterialmente frente a los protestantes; en definitiva, no podía ser de otra manera, pues la Escritura y la Tradición no suelen ser autorreferenciales, definiéndose a sí mismas, sino que, parafraseando a san Agustín, creemos en tales fuentes de la relevación por la autoridad magisterial de la iglesia; así se cumple el carácter eminentemente personal de toda fe, que no se dirige primariamente a una idea sino a una persona, es decir: la idea es creída en razón de una persona que la comunica y la avala, por lo cual hablaba el apóstol, del origen auricular de la fe (cf. Rm 10, 17-18); ¿acaso podría tenerse por infalible un escrito por sí mismo?: no, porque, en primer lugar, el mismo escrito debería definirse a sí mismo como infalible, lo que no suele ocurrir en la Biblia, muchos de cuyos libros ni siquiera se presentan como expresamente revelados, porque, en segundo lugar, todo escrito está ya cerrado, y sólo puede juzgarse su verdad o falsedad fácticas, y porque, en tercer lugar, el escrito no permite por sí solo la relación salvífica, que es personal, y que así requiere que Dios utilice una persona instrumental: un enviado, en razón del cual se acepta el mensaje, ¿y cómo se sabe quién es verdaderamente enviado por Dios?: pues la iglesia católica resuelve eso de modo sacramental: por el sacramento del orden, e institucional: por el ministerio de la sucesión petrina, que está fundado en el grado sacramental episcopal, para que así todo quede unificado, de manera que, como creer infaliblemente en algo, y todo lo que se cree con fe religiosa, se cree como infalible, significa siempre creer en alguien infalible, la doctrina católica simplifica el proceso, y lo fundamenta en una sola persona: el papa, a quien concede plena autoridad magisterial, para que creer en la doctrina católica no sea, al final, sino creer en la persona y el magisterio del papa; ahora bien, como ocurre con todo positivismo, el pontificio, dependiente de una voluntad humana que se supone libre, presenta un peligro añadido a lo que sería un mero ideario ya constituido, y cuyos elementos se integran en razón de su mismo desarrollo deductivo, y es el de la constante posibilidad de contradicción, que ya no se debería sólo a una incongruencia derivada de los elementos del ideario, sino a la simple decisión pontificia, carente, por su mismo carácter supremo, de control alguno humano; por eso la doctrina católica fundamenta la autoridad pontificia en una asistencia especial del Espíritu Santo, quien así controlaría y utilizaría al pontífice como a instrumento privilegiado para la relación salvífica de fe con cada hombre; pero obviamente eso podrá funcionar siempre y cuando no se llegue a cumplir ninguna falsación fáctica, esto es: mientras que el magisterio de ningún papa contradiga el de los anteriores, pues bastaría un solo caso, para echar por tierra todo el sistema y el magisterio entero de la iglesia católica, acabando con el equilibrio mentado, y poniendo en serio riesgo la veracidad de Dios; pretender entonces colocar la doctrina católica por encima de toda posible falsación, es no sólo imposible sino también contrario a su misma esencia, que hace emanar todo contenido dogmático, de una instancia personal, institucional e histórica: la papal, completamente libre humanamente en sus decisiones, y exenta de cualquier regulación externa.

 

Desde lo dicho, se observa la falsedad de la frase: Cualquier forma de positivismo magisterial contradice también la fe católica, sino que, muy al contrario, la fe católica se refiere, ante todo, a aquella instancia personal: el papa, cuyas definiciones positivas establecen magisterialmente toda la doctrina católica; es cierto lo que se dice a continuación: El magisterio no puede enseñar aquello que no tiene nada que ver con la revelación, pues la autoridad magisterial sólo tiene un sentido salvífico, por lo cual se señala una limitación de contenido, que ha de estar circunscrito a la fe y las costumbres; pero ya desbarra lo que se añade: (El magisterio no puede enseñar) cuanto contradice específicamente la Sagrada Escritura («norma normans non normata»), la tradición apostólica y las decisiones definitivas anteriores del mismo magisterio («Dei Verbum» 10; cf. DH 3116- 3117), pues esa nueva limitación no consta, en primer lugar, explícitamente en ningún texto magisterial, y, en segundo lugar, exigiría una nueva instancia: superior a la papal, que juzgara tal coherencia, lo que obviamente anularía el carácter supremo de la autoridad papal, la cual, por tanto, para mantener esa supremacía efectiva, que le permite interpretarlo y juzgarlo todo, no puede estar supeditada, a su vez, a ninguna interpretación ni juicio ulteriores; se echa de ver entonces cómo la afirmación cardenalicia incurre en el paralogismo de trasladar directamente la deontología a la ontología, tomando por una limitación externa, que tendría que ser aplicada por otra instancia, lo que sólo es una exigencia interna de coherencia en el contenido, y que no puede ser juzgada autoritativamente por nadie, sino sólo evidenciada por el hecho mismo de la coherencia o la incoherencia conceptual; de aquí surgiría la pregunta de qué ocurre si, a todas luces, una nueva disposición magisterial contradice gravemente las anteriores, y sólo se puede responder reconociendo que justo entonces se produciría la ruptura fáctica del frágil equilibrio que fundamenta la doctrina católica; quizás eso parezca inasumible para una fe que se tiene por infalible; pero repárese, ante todo, en que no hay verdadera fe que no se tenga por infalible, y también en que ésa es la única manera de alcanzar la coherencia, ya que, como se ha dicho, la fe no se puede basar en meras ideas, que serían las únicas que, en su analiticidad, podrían escapar de cualquier falsación fáctica, sino que debe fundarse siempre en un testimonio personal, el cual, por definición, siempre presenta el riesgo de la libertad, aunque, como hace la doctrina católica, se acuda a un control sobrenatural, que no deja de ser también motivo de fe, y que humanamente sigue sujeto a la posibilidad de una falsación fáctica.


¿Hay que prestar un religioso obsequio al texto de Buenos Aires? En términos de forma, es ya cuestionable que se exija la obediencia del intelecto y de la voluntad a una interpretación teológicamente ambigua de una conferencia episcopal parcial (la región de Buenos Aires), que a su vez interpreta una afirmación de «Amoris Laetitia»e que requiere explicación y cuya coherencia con la enseñanza de Cristo (Mc 10,1-12) está en cuestión.

 

Evidentemente es contradictorio decir, por un lado, que la interpretación de Buenos Aires es teológicamente ambigua, y, por otro, como se hace en el párrafo siguiente, que presenta discontinuidad con las enseñanzas magisteriales de Juan Pablo II y de Benedicto XVI, pues ¿qué ambigüedad cabe, cuando la discontinuidad resulta palmaria?


Además, el texto de Buenos Aires se presenta en discontinuidad al menos con las enseñanzas de Juan Pablo II («Familiaris Consortio» 84) y de Benedicto XVI («Sacramentum Caritatis» 29). Y, aunque la «Risposta» no lo diga, a los documentos del magisterio ordinario de estos dos Papas hay que prestar también religioso obsequio de la inteligencia y de la voluntad.

 

Evidentemente, una vez que se habla de documentos magisteriales contradictorios, ya tenemos el caso claro de contradicción magisterial, suficiente por sí solo para arruinar completamente la coherencia del sistema doctrinal católico.


Ahora bien, la «Risposta» afirma que el texto de Buenos Aires ofrece una interpretación de «Amoris Laetitia» en continuidad con los anteriores Pontífices. ¿Es esto así?

 

Obviamente el papa tiene plena autoridad interpretativa; pero otra cosa es que ciertas interpretaciones insatisfagan profundamente las mínimas exigencias lógicas, lo que haría que la conciencia particular, que se mueve por puro análisis lógico, tuviera que reconsiderar muy seriamente la necesidad moral de retirar el asentimiento de fe a un sistema ilógico, pues la fe y la razón, en cuanto dimanadas de la misma fuente divina, no pueden contraponerse.


Veamos en primer lugar el contenido del texto de Buenos Aires, que está resumido en la «Risposta». El párrafo decisivo de la «Risposta» está en la respuesta a tu tercer «dubium». Allí, tras decirse que ya Juan Pablo II y Benedicto XVI permitían el acceso a la comunión cuando los divorciados en nueva unión aceptaban vivir en continencia, se indica la novedad de Francisco:

«Francisco mantiene la propuesta de la plena continencia para los divorciados y vueltos a casar [civilmente] en una nueva unión, pero admite que puedan darse dificultades al practicarla y por tanto permite, en ciertos casos y después de un discernimiento adecuado, la administración del sacramento de la Reconciliación incluso cuando no se consiga ser fiel a la continencia propuesta por la Iglesia» [subrayado en el mismo texto].

De por sí, la frase «no se consiga ser fiel a la continencia propuesta por la Iglesia» puede interpretarse de dos formas. La primera: estos divorciados intentan vivir en continencia, pero, dadas las dificultades y por la debilidad humana, no lo logran. En este caso la «Risposta» podría estar en continuidad con la enseñanza de san Juan Pablo II. La segunda: estos divorciados no aceptan vivir en continencia y ni siquiera lo intentan (no hay propósito de enmienda), dadas las dificultades que experimentan. En este caso se daría una ruptura con el magisterio anterior.

 

Como seguidamente se reconoce, la acertada es la segunda interpretación, y también la única, pues la frase: «Francisco (…) admite que puedan darse dificultades al practicarla y por tanto permite, en ciertos casos y después de un discernimiento adecuado, la administración del sacramento de la Reconciliación incluso cuando no se consiga ser fiel a la continencia propuesta por la Iglesia», resulta trivial, si se trata de una caída puntual, de la cual hay propósito de enmienda, lo que no requeriría ningún permiso añadido para la concesión de la absolución; la novedad entonces radica en que, y ahí está la trampa del denominado “discernimiento adecuado”, se permite la absolución sacramental, aunque no se dé el propósito de continencia sexual, exigida a todo fiel que no está unido por matrimonio sacramental; ahora bien, como este sacramento es el único modo de que no haya relación sexual pecaminosa, la cual exige la confesión en las debidas condiciones: dolor de los pecados, y propósito de enmienda especialmente, para evitar la comunión sacrílega, se sigue que tamaña disposición: dar por buena la confesión sin las elementales disposiciones, anula prácticamente la pecaminosidad de las relaciones sexuales fuera del matrimonio, y da vía libre a la profanación cotidiana de la comunión, lo que viene a suponer la destrucción práctica de tres sacramentos: el matrimonio, la confesión y la eucaristía; que además este inequívoco hecho objetivo pretenda ser subsanado por un mero discernimiento subjetivo, sólo hace añadir la demolición de todos los fundamentos de una moral: la católica, que hasta aquí se suponía objetiva, como debe ser toda moral, y que ahora se hunde en el más craso subjetivismo, como si la mera reconsideración intelectiva del sujeto fuera capaz de cambiar la naturaleza objetiva de algo; sólo queda pues reconocer que efectivamente en este caso se daría una ruptura con el magisterio anterior, como se recalca a continuación: Todo parece indicar que la «Risposta» se refiere aquí a la segunda posibilidad.

 

Si esa posibilidad: la acertada, es justo la que supone una ruptura con el magisterio anterior, ¿por qué no se sacan conclusiones?, pues ¿puede acaso el magisterio de un papa, que se supone asistido por el Espíritu Santo, oponerse al de otro papa, que no estaría menos asistido?; ¿por qué se evita reconocer que esa ruptura anula, de raíz, todo el magisterio papal, que es el fundamento de la doctrina católica?

 

De hecho, esta ambigüedad queda resuelta en el texto de Buenos Aires, que separa el caso de que se intente vivir en continencia (n.5) de otros casos en que ni siquiera se intenta dicha continencia (n.6). En este último supuesto dicen los obispos de Buenos Aires: «En otras circunstancias más complejas, y cuando no se pudo obtener una declaración de nulidad, la opción mencionada [intentar vivir en continencia] puede no ser de hecho factible».

Es verdad que esta frase contiene otra ambigüedad, al decirse: «y cuando no se pudo obtener una declaración de nulidad». Algunos, notando que el texto no afirma «y cuando el matrimonio no era nulo», han limitado estos casos complejos a aquellos en que, aun siendo nulo el matrimonio por razones objetivas, estas razones no se pueden probar ante el foro eclesial.

 

¿Primero dice que se resuelve la ambigüedad, y luego, que surge otra más?; pero es evidente que la resolución de dar la absolución y la comunión pasa por encima de todas esas alambicadas consideraciones, haciendo que sea irrelevante si el matrimonio es nulo objetivamente o no, pues la norma se debería aplicar a todos los casos, incluidos aquellos en los que son violados todos los preceptos del magisterio anterior; por tanto, rizar el rizo con constantes apelaciones a nuevas posibilidades hermenéuticas parece que sólo tiene como fin embrollar el asunto, para eludir la consecuencia firme y contundente en la que de ninguna manera se desea desembocar.

 

Como vemos, aunque el Papa Francisco ha presentado el documento de Buenos Aires como la única interpretación posible de «Amoris Laetitia», la cuestión hermenéutica no se resuelve, porque sigue habiendo varias interpretaciones del documento de Buenos Aires. En fin, lo que observamos, sea en la «Risposta», sea en el texto de Buenos Aires, es una falta de precisión en la redacción, que puede permitir interpretaciones alternativas.

 

Lamentablemente hay que dar la razón al papa Francisco frente al cardenal Muller, porque el acto magisterial es el suyo, y, al reconocer como única interpretación válida la de los obispos argentinos, lo hace en toda su extensión, es decir: avalando su aplicación en todos los casos posibles, sin necesidad de ninguna consideración más, lo que convierte en falsa la afirmación de que hay una falta de precisión en la redacción, que puede permitir interpretaciones alternativas; en efecto, tales interpretaciones se convierten en irrelevantes para el caso, ya que la validación de la absolución y la comunión se extiende a todos los casos, tal y como se reconoce seguidamente, hablando de “visión general”.


Ahora bien, en todo caso, dejando de lado estas imprecisiones y por la visión general que el texto de Buenos Aires y la «Risposta» ofrecen, parece claro lo que ambos quieren decir.

 

Inequívocamente aquí es donde se da en el clavo:

 

Se podría formular como sigue: se dan casos especiales en que, tras un tiempo de discernimiento, es posible dar la absolución sacramental a un bautizado que, habiendo contraído un matrimonio sacramental, mantiene relaciones sexuales con alguien con quien convive en una segunda unión, sin que dicho bautizado tenga que hacer propósito de no seguir teniendo estas relaciones sexuales, sea porque discierna que no le es posible, sea porque discierna que eso no es la voluntad de Dios para él.

 

Queda todo expresado del modo más claro y crudo: se permite la absolución, y, de hecho, esa permisión supone un mandato para el ministro sagrado, a todo aquel que por su propio discernimiento subjetivo se estime digno, aunque eso choque frontalmente con algo tan objetivo como una situación de vida irregular, sobre la que no hay ningún propósito de enmienda ni cambio.


Veamos en primer lugar si esta afirmación puede estar en continuidad con las enseñanzas de san Juan Pablo II y Benedicto XVI. El argumento de la «Risposta» de que ya Juan Pablo II admitía la comunión a algunos de estos divorciados, y que por tanto Francisco solo da un paso en la misma línea, no se sostiene. Pues la continuidad hay que buscarla, no en que se permita a alguien recibir la comunión, sino en el criterio de la admisión. En efecto, Juan Pablo II y Benedicto XVI permiten recibir la comunión a personas que, por razones graves, conviven sin tener relaciones sexuales. Pero no lo permiten cuando estas personas mantienen habitualmente relaciones sexuales, porque se da aquí un pecado objetivamente grave, en el que las personas quieren permanecer, y que, por atentar contra el sacramento del matrimonio, adquiere un carácter público. La ruptura entre la enseñanza del documento de Buenos Aires y el magisterio de Juan Pablo II y Benedicto XVI se percibe cuando se mira lo esencial, que es, como decía, el criterio de la admisión a los sacramentos.

 

Reconocida la ruptura en algo tan claro, ¿por qué no se sacan las consecuencias de esa presunta contradicción magisterial, que anularía todo el magisterio de la iglesia católica?


Para verlo más claro, imaginemos que, por absurdo, un futuro documento del DDF planteara un argumento similar en el caso del aborto, diciendo: «ya el Papa Juan Pablo II, Benedicto XVI y Francisco permitieron el aborto en algunos casos, como cuando por ejemplo la madre tiene un cáncer de útero y hay que tratar ese cáncer; ahora se permite en algunos casos más, como por ejemplo en casos de malformación del feto, en continuidad con lo que ellos enseñaron».

Se ve la falacia de este argumento. El caso de una operación por cáncer de útero es posible porque no se trata de un aborto directo, sino de una consecuencia no querida en una acción curativa sobre la madre (lo que se ha llamado principio del doble efecto). No habría continuidad, sino discontinuidad entre ambas doctrinas, porque la segunda niega el principio que regía la primera postura, y que señalaba la maldad de todo aborto directo.

 

Y de esa discontinuidad, cuya mera posibilidad es negada por la doctrina católica en razón de la asistencia magisterial, ¿no se derivaría nada?


Pero la dificultad con la enseñanza de la «Risposta» y del texto de Buenos Aires, no está solo en su discontinuidad con la enseñanza de san Juan Pablo II y de Benedicto XVI. Pues sucede que esta formulación se opone a otras enseñanzas de la Iglesia, que no son solo afirmaciones del magisterio ordinario, sino que han sido enseñadas en modo definitivo como pertenecientes al depósito de la fe.

 

Llegados a este punto, la extrañeza pasa a ser estupefacción, pues no se comprende cómo no se pone el grito en el cielo por lo más grave que podía pasar en la iglesia católica.


El Concilio de Trento enseña, en efecto las siguientes verdades: que la confesión sacramental de todos los pecados graves es necesaria para la salvación (DH 1706-1707); que vivir en una segunda unión como marido y mujer mientras existe el vínculo conyugal es un pecado grave de adulterio (DH 1807); que una condición para dar la absolución es la contrición del penitente, lo que incluye dolor del pecado y propósito de no pecar más (DH 1676); que a ningún bautizado es imposible observar los preceptos divinos (DH 1536,1568). Todas estas afirmaciones no requieren solo un religioso obsequio, sino que deben ser creídas con fe firme, en cuanto contenidas en la revelación, o al menos aceptadas y retenidas firmemente como verdades propuestas por la Iglesia en modo definitivo. Es decir, no se trata ya de una elección entre dos propuestas del Magisterio ordinario, sino que está en juego la aceptación de elementos constitutivos de la doctrina católica.

 

¿Se termina de entender?: nos estamos jugando la misma coherencia fundamental de la doctrina de la iglesia católica, y, sin embargo, apenas nadie se quiere dar por enterado.


El testimonio de Juan Pablo II, Benedicto XVI y el concilio de Trento se reconduce, en realidad, al testimonio claro de la Palabra de Dios, al que el Magisterio sirve. Sobre este testimonio debe basarse toda atención pastoral a los católicos en segundas uniones tras un divorcio civil, porque sólo la obediencia a la voluntad de Dios puede servir a la salvación de las personas. Jesús dice: «Cualquiera que repudia a su mujer y se casa con otra, comete adulterio contra ella. También la mujer comete adulterio cuando se divorcia de su marido y se casa con otro» (Mc 10, 11s). Y la consecuencia es: «Ni los fornicarios ni los adúlteros… heredarán el reino de Dios» (1 Cor 6,9). Esto también significa que estos bautizados no son dignos de recibir la sagrada comunión antes de haber recibido la absolución sacramental, que a su vez requiere el arrepentimiento por los propios pecados, junto al propósito de la enmienda a partir de ese momento. No hay aquí una falta de misericordia, sino al contrario. Pues la misericordia del Evangelio no consiste en tolerar el pecado, sino en regenerar el corazón del fiel para que pueda vivir según la plenitud del amor que Cristo vivió y que nos enseñó a vivir.

 

No cabe mayor torpedo contra la línea de flotación de la misericorditis buenista francisquista.


De aquí se sigue que no puede acusarse de estar en el disenso a quienes rechazan la interpretación de «Amoris Laetitia» que ofrece el texto de Buenos Aires y la «Risposta». Pues no es que ellos vean oposición entre lo que ellos comprenden y lo que el Magisterio enseña, sino que ven oposición entre distintas enseñanzas del mismo Magisterio, una de las cuales ya ha sido afirmada en modo definitivo por el Magisterio.

 

Pero ¿es concebible acaso la oposición dentro del mismo magisterio, que se supone asistido en su totalidad por el Espíritu Santo?

 

San Ignacio de Loyola invita a sostener que es negro lo que nosotros vemos blanco si la Iglesia jerárquica así lo determina. Pero san Ignacio no nos invita a creer, fiados en el Magisterio, que es blanco lo que el Magisterio mismo nos dijo antes, y de forma definitiva, que era negro.

Ahora bien, las dificultades que plantea el texto de la «Risposta» no terminan aquí. Pues la «Risposta» va más allá de lo afirmado en «Amoris Laetitia» y en el documento de Buenos Aires en dos puntos graves.

El primero toca a la pregunta: ¿quién decide sobre la posibilidad de administrar la absolución sacramental al final del camino de discernimiento? El «dubium», querido hermano, que has presentado al DDF plantea varias alternativas que te parecen posibles: puede ser el párroco, el vicario episcopal, el penitenciario… Pero la solución que da la «Risposta» te habrá supuesto una verdadera sorpresa, pues ni siquiera acertaste a imaginarla. En efecto, según el DDF la decisión final debe ser tomada en conciencia por cada fiel (n.5). Hay que deducir que el confesor se limita a obedecer esta decisión en conciencia.

 

Semejante cosa, como ya se ha dicho, anula el papel del ministro sagrado como intermediario sacramental, quien ya no intervendría como juez misericordioso, sino como mero notario, dando plena credibilidad a lo que el penitente diga, así como a la decisión que tome; entonces no queda más remedio que preguntar: ¿para qué sirve ese ministerio meramente pasivo?, ¿y por qué entonces haría falta manifestarle nada, si la decisión ya ha sido tomada por el penitente en relación directa con Dios?; en efecto, reconocida esa relación directa, que escaparía a toda autoridad en la tierra, ¿qué sentido tiene que intervenga ninguna autoridad ya?, ¿y para qué precisa una mediación la relación que se puede establecer directamente?

 

Es llamativo que se diga que la persona tiene que «ponerse ante Dios y exponerle su propia conciencia, con sus posibilidades y límites» (ibid.). Si la conciencia es la voz de Dios en el hombre («Gaudium et Spes» 36) no se ve qué significado tenga «poner la conciencia ante Dios». Da la impresión de que aquí la conciencia sea más bien el punto de vista privado de cada uno, que se pone después ante Dios.

 

Aguda observación que patentiza la tremenda incoherencia de tan confuso discurso.


Pero, dejemos esto aparte para fijarnos en la sorprendente afirmación del texto del DDF. ¡Resulta que el mismo fiel decide sobre la posibilidad de recibir o no la absolución, y el sacerdote solo tiene que aceptar esa decisión! Si esto se aplica en general a todos los pecados, el sacramento de la Reconciliación pierde su sentido católico. Ya no es la petición humilde de perdón de quien se pone ante un juez misericordioso, el cual recibe la autoridad de Cristo mismo; sino la absolución de sí mismo tras haber explorado la propia vida. Esto no está lejos de una visión protestante del sacramento, condenada por Trento, cuando insiste en el papel del sacerdote como juez en la confesión (cf. DH 1685; 1704; 1709). El Evangelio afirma, refiriéndose al poder de las llaves: «lo que desates en la tierra quedará desatado en el cielo» (Mt 16,19). Pero el Evangelio no dice: «lo que los hombres decidan en su conciencia que tienes que desatar en la tierra, quedará desatado en el cielo».

 

En el fondo, no se está haciendo otra cosa que reeditar el protestantismo, basado en la relación directa de cada uno con Dios.

 

Sorprende que el DDF haya podido presentar al Santo Padre para su firma, en el curso de una audiencia, un texto con tamaño error teológico, comprometiendo así la autoridad del santo Padre.

 

Lo verdaderamente sorprendente es que el cardenal no se dé cuenta de que, asumido por el papa, ese documento pasa a ser magisterio formal de la iglesia, de modo que es ya inútil cargar las tintas sobre los que le presentaron al papa tan aberrante documento, sino que todo se debería centrar en el papa que lo aceptó, y en el Espíritu Santo, que tan palmariamente habría fallado en la misión de garantizar mediante la asistencia la coherencia del magisterio.


La sorpresa se hace más grande porque la «Risposta» intenta apoyarse en Juan Pablo II para sostener que la decisión pertenece al fiel individual, silenciando que el texto de Juan Pablo II se opone directamente a la «Risposta». La «Risposta» cita, en efecto, «Ecclesia de Eucharistia» 37b, donde se dice, para el caso de la recepción de la Eucaristía: «El juicio sobre el estado de gracia, obviamente, corresponde solamente al interesado, tratándose de una valoración de conciencia». Ahora bien, véase lo que enseguida añade Juan Pablo II, que la «Risposta» no trae, y que es la idea principal del párrafo citado de «Ecclesia de Eucharistia»: «No obstante, en los casos de un comportamiento externo grave, abierta y establemente contrario a la norma moral, la Iglesia, en su cuidado pastoral por el buen orden comunitario y por respeto al Sacramento, no puede mostrarse indiferente. A esta situación de manifiesta indisposición moral se refiere la norma del Código de Derecho Canónico que no permite la admisión a la comunión eucarística a los que «obstinadamente persistan en un manifiesto pecado grave» (ibid). Como se ve, el DDF ha seleccionado una parte menor del texto de san Juan Pablo II y se ha omitido la parte principal, opuesta al argumento del DDF. Si el DDF quiere presentar una enseñanza contraria a la de san Juan Pablo II, lo menos que puede hacer es no intentar servirse del nombre y de la autoridad del santo Pontífice. Sería mejor reconocer honestamente que, según el DDF, Juan Pablo II se equivocó en esta enseñanza de su Magisterio.

 

A la perversión doctrinal se añaden la mentira, la manipulación y la marrullería, y todo ello en un texto magisterial que debería estar cubierto por la asistencia del Espíritu Santo, el cual no sólo no sería capaz de mantener la coherencia con el magisterio anterior, sino que encima permitiría la más insidiosa mentira, contrariando la más elemental veracidad atribuida a Dios.


La segunda novedad que incluye la «Risposta» es que se anima a cada diócesis a producir sus propias líneas guía para este proceso de discernimiento.

Ante esto surge espontánea una conclusión: si son distintas las orientaciones, se dará el caso de que algunos divorciados podrán recibir la Eucaristía según las líneas de una diócesis y no según las líneas de otra. Ahora bien, la unidad de la Iglesia católica ha significado desde los tiempos más antiguos la unidad en la recepción de la Eucaristía: por comer el mismo pan somos el mismo cuerpo (cf. 1Cor 10,17). Si un fiel católico puede comulgar en una diócesis, puede comulgar en todas las diócesis que están en comunión con la Iglesia universal. Esta es la unidad de la Iglesia, que se basa sobre la Eucaristía y se expresa en ella. Por eso, que una persona pueda comulgar en una iglesia local y no pueda comulgar en otra, es una definición exacta de cisma. Es impensable que la «Risposta» del DDF quiera promover tal cosa, pero estos serían los efectos probables de acoger su enseñanza.

 

Resulta conmovedora la insistencia del cardenal por mantenerse en una presunta ingenuidad, al desistir de extraer las más elementales consecuencias lógicas; pero el resultado no es ya sólo que él se deje engañar, sino que expone al más completo ridículo todo el magisterio de la iglesia, pues la contradicción objetiva es más que evidente, y eso ya no se evita por mucho que insensatamente se quiera confiar en intencionalidades subjetivas ya irrelevantes.


Ante todas estas dificultades, ¿qué salida queda al fiel que quiere mantenerse fiel a la doctrina católica? Antes he señalado que el texto de Buenos Aires y el de la «Risposta» no son precisos. No afirman con contundencia lo que quieren decir, y dejan así abiertas otras interpretaciones, aunque sean alambicadas. Esto permite que surjan dudas sobre su interpretación.

 

En eso disiento profundamente con el cardenal, pues una cosa es que se utilicen subterfugios, y otra, que no haya claridad objetiva ni intencional, cuando precisamente es justo al contrario: la mentira delata la más aviesa intención, y el estilo descaradamente sibilino sólo muestra el afán de engañar; mas, si nos atenemos a las afirmaciones objetivas, la claridad de la ruptura con el magisterio anterior resalta por sí misma, pues toda tesis ha de ser analizada en su estricto contenido, y no es necesario que su oposición a otra tesis aparezca explícitamente, sino que basta con que resulte derivada, incluso hasta el punto de que explícitamente se pretenda negar, pues en las discusiones objetivas las consideraciones subjetivas carecen de importancia, sino que un contenido es herético o no, independientemente del empeño subjetivo.

 

Por otro lado, es inusitada la forma en que la «Risposta» constata la aprobación del Santo Padre, con una simple firma fechada, a pie de página. La fórmula acostumbrada ha sido: «el Santo Padre aprueba el texto y ordena (o permite) la publicación», pero nada de esto aparece en este descuidado «Appunto». Se abre aquí otra ventana de duda sobre la autoridad de la «Risposta».

 

Sólo se puede calificar de candorosamente ridícula esta argumentación tan formalista, pues en ningún sitio se prescribe que la validez de la aprobación por parte del papa haya de someterse a tal grado de exhaustiva formalidad, sino que lo único decisivo es la firma inequívoca.


A estas dudas podemos agarrarnos para plantear un nuevo «dubium», según lo que he formulado antes: ¿se dan casos complejos en que, tras un tiempo de discernimiento, es posible dar la absolución sacramental a un bautizado que mantiene relaciones sexuales con alguien con quien convive en una segunda unión, si este bautizado no quiere hacer el propósito de no seguir teniendo estas relaciones?

 

Ese nuevo “dubium” es completamente gratuito por dos razones: la primera, que la respuesta ortodoxa es taxativamente negativa, y la segunda, que el sentido del texto aprobado por el papa Francisco es aún más, si cabe, innegablemente positivo; por tanto, empeñarse en marear la perdiz sólo se explica por contagio del sibilino estilo del papa Francisco.


Querido hermano, mientras este «dubium» no se resuelva queda en suspenso la autoridad de la respuesta a tus «dubia» y de la carta de Buenos Aires, dada la imprecisión que reflejan. Esto abre un pequeño espacio a la esperanza de que no se produzca una respuesta positiva a este «dubium».

 

La famosa expresión bíblica de “creer contra toda esperanza” no se puede aplicar a aquellos contenidos que ya han sido plasmados formalmente, adquiriendo así vida lógica propia, independientemente de cualquier voluntarismo ajeno; por tanto, si del análisis objetivo de estos textos se desprende una conclusión clara, no tiene ya sentido acudir a presuntas intencionalidades ni a alambicadas hermenéuticas subjetivas, para embrollar lo que lógicamente es diáfano en su derivación.

 

Si esta respuesta fuera negativa, los beneficiarios no serían principalmente los fieles, que en todo caso no estarían obligados a aceptar una respuesta positiva al «dubium» por contradecir la doctrina católica.

 

Así suele ocurrir con la excesiva sutileza: que termina quebrándose por donde menos se espera, pues ahora es el mismo cardenal el que contradice un punto fundamental del catecismo: el 892, que, como ya se ha dicho, exige la obediencia religiosa de fe para todo magisterio ordinario. Se dirá que en ese punto no se tiene en cuenta la contradicción entre el magisterio ordinario y el extraordinario, y se contesta que justamente eso es excluido radicalmente por la tesis católica de la asistencia también sobre el magisterio ordinario por parte del Espíritu Santo, que es, en realidad, el principal damnificado en todo esto; resulta así paradójico que tanto que se ha hablado en el documento preparatorio del sínodo, de estar a la escucha del Espíritu, y de desbordamiento de la gracia, y, sin embargo, lo que, al final, se consigue, es desacreditar al Espíritu Santo, y negar la verdad de la gracia de Dios.

 

El beneficiario principal sería la autoridad que responda al «dubium», que se conservaría intacta, al no pedir ya un obsequio religioso de los fieles a verdades contrarias a la doctrina católica.

 

Sólo me queda insistir, una vez más, en que, para salvar la credibilidad de la asistencia del Espíritu Santo sobre el magisterio de la iglesia, sólo queda una opción: el reconocimiento de la invalidez del papa Francisco, para lo cual estimo razón sobrada el incumplimiento que del canon 189, parágrafo 3, se dio en la renuncia de Benedicto XVI, la cual por eso sólo, y según el mismo derecho, debe ser considerada completamente nula.


Esperando que esta explicación aclare el sentido de la respuesta que has recibido del DDF, te envío un saludo fraterno «in Domino Iesu»,

(Cardenal Gerhard Ludwig Müller, publicado originalmente en Settimo Cielo)

 

 

 

 

 


…AYUDA A AyL A PODER SEGUIR
Únete ahora a ayl.tv y ayúdanos a seguir y crecer:
Canal de Telegram: t.me/adoracionyliberacion
 DIRECCIÓN POSTAL: «Adoración y Liberación». Apartado de Correos nº 5 – 46113 ESPAÑA
  E-MAIL CONTACTO: info@ayl.tv
 E-MAIL PEDIDOS DE ORACION Y SECRETARÍA: miguelgomez@ayl.tv
——————
MODOS DE COLABORAR CON EL SOSTENIMIENTO DEL PROYECTO
Todo el contenido de la plataforma independiente y propia AYL.TV es gratuito para todos. Sin embargo para poder ser una alternativa real necesitamos medios. Puedes apoyar a AYL.TV con una suscripción de pago en la propia plataforma, aquí:
Si lo prefieres también puedes hacer una donación, puntual o periódica, en Cuenta bancaria Openbank (Banco de Santander) : ES2500730100570163476193
Y también puedes desde cualquier rincón del mundo hacer tu aportación puntual o periódica por Paypal en paypal.me/adoracionyliberacion
Si deseas colaborar de otras formas, o tienes dudas, escribe a: info@ayl.tv
Dios te bendiga. ¡Gracias por unirte a nosotros!

Deja un comentario

A %d blogueros les gusta esto: