Crítica de la Oración de Consagración de Rusia y Ucrania.(Por el Rvdo. Francisco Vegara)

Ante una oración tan exclusivamente humana, incluso demasiado humana, parafraseando al conocido filósofo nihilista, tan naturalista y desprovista del menor sentido sobrenatural, cuando justo esto es lo propio de la revelación cristiana, no puedo dejar de recordar insistentemente el contundente reproche de Jesús a Pedro: "Piensas como los hombres, no como Dios"

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El Padre Francisco Vegara Cerezo , nos explica párrafo a párrafo el texto de la “Falsa Consagración de Rusia y Ucrania”.

 

 

 

 

Oh María, Madre de Dios y Madre nuestra, nosotros, en esta hora de tribulación, recurrimos a ti. Tú eres nuestra Madre, nos amas y nos conoces, nada de lo que nos preocupa se te oculta. Madre de misericordia, muchas veces hemos experimentado tu ternura providente, tu presencia que nos devuelve la paz, porque tú siempre nos llevas a Jesús, Príncipe de la paz.

 

Jesús no nos da la paz del mundo (cf. Jn 14, 27), sino que la paz de Jesús es la paz con Dios: la paz profunda y de conciencia, la paz del Espíritu; sin embargo, aquí sólo aparece la paz terrena, frente a la cual Jesús dijo: “No he venido a traer paz sino guerra” (Mt 10, 34); María efectivamente nos lleva a Jesús, pero a Jesús redentor y salvador, quien insobornablemente pide siempre la fe y la conversión (cf. Mc 1, 14), sin las cuales es imposible obtener la salvación que nos trae (cf. Mc 16, 16).

 

Nosotros hemos perdido la senda de la paz. Hemos olvidado la lección de las tragedias del siglo pasado, el sacrificio de millones de caídos en las guerras mundiales. Hemos desatendido los compromisos asumidos como Comunidad de Naciones y estamos traicionando los sueños de paz de los pueblos y las esperanzas de los jóvenes.

 

¿Qué valor tienen ante Dios esos compromisos asumidos como comunidad de naciones?; ¿qué valor tienen los sueños de los pueblos, y las esperanzas de los jóvenes?; no es más que palabrería buenista, humanista y globalista.

 

 

Nos hemos enfermado de avidez, nos hemos encerrado en intereses nacionalistas, nos hemos dejado endurecer por la indiferencia y paralizar por el egoísmo.

 

Para Dios no hay más verdadera enfermedad que la espiritual, o sea: el pecado, que es la desobediencia a sus leyes, y el rechazo a su gracia, sin la cual el hombre no puede hacer otra cosa que, egoísta por naturaleza, e inclinado al mal por el pecado original, terminar sucumbiendo a las propias concupiscencias.

 

 

Hemos preferido ignorar a Dios, convivir con nuestras falsedades, alimentar la agresividad, suprimir vidas y acumular armas, olvidándonos de que somos custodios de nuestro prójimo y de nuestra casa común. Hemos destrozado con la guerra el jardín de la tierra, hemos herido con el pecado el corazón de nuestro Padre, que nos quiere hermanos y hermanas. Nos hemos vuelto indiferentes a todos y a todo, menos a nosotros mismos. Y con vergüenza decimos: perdónanos, Señor.

 

A Dios se le ignora, al ignorar su voluntad, que principalmente está dirigida al bien sobrenatural: la salvación mediante nuestra santificación (cf. 1Tes 4, 3), y esa salvación no se cumple aquí, sino en la vida eterna, que consiste en la comunión de vida con Dios (cf. Jn 17, 3), de modo que la gravedad del pecado no reside en faltar simplemente a los demás, a nosotros mismos o a la naturaleza, sino en frustrar la voluntad salvífica de Dios sobre nosotros (cf. Lc 7, 30); por tanto, una moral que se cifre simplemente en cuestiones humanistas y terrenas no tiene nada de cristiana, como ocurre con la teología de la liberación, por mucho que ésta se revista del ropaje evangélico de los pobres y oprimidos.

 

 

En la miseria del pecado, en nuestros cansancios y fragilidades, en el misterio de la iniquidad del mal y de la guerra, tú, Madre Santa, nos recuerdas que Dios no nos abandona, sino que continúa mirándonos con amor, deseoso de perdonarnos y levantarnos de nuevo. Es Él quien te ha entregado a nosotros y ha puesto en tu Corazón inmaculado un refugio para la Iglesia y para la humanidad. Por su bondad divina estás con nosotros, e incluso en las vicisitudes más adversas de la historia nos conduces con ternura.

 

El misterio del mal y de la iniquidad está en el apartamiento de la voluntad salvífica de Dios, y María sólo conduce a un sitio: hacia su propio Hijo, que es tanto como decir a la salvación; lo demás es completamente secundario, y hasta puede ser intrascendente.

 

 

 

Por eso recurrimos a ti, llamamos a la puerta de tu Corazón, nosotros, tus hijos queridos que no te cansas jamás de visitar e invitar a la conversión. En esta hora oscura, ven a socorrernos y consolarnos. Repite a cada uno de nosotros: «¿Acaso no estoy yo aquí, que soy tu Madre?». Tú sabes cómo desatar los enredos de nuestro corazón y los nudos de nuestro tiempo. Ponemos nuestra confianza en ti. Estamos seguros de que tú, sobre todo en estos momentos de prueba, no desprecias nuestras súplicas y acudes en nuestro auxilio.

 

El corazón de María es la puerta del corazón redentor de Cristo; por eso no cabe otra verdadera conversión que la espiritual, que, movida por la gracia, nos lleva a reconocernos pecadores ante Dios, por haberlo desobedecido, prefiriendo las criaturas; ¿dónde está entonces en esta oración la conversión a Dios, como aversión a las criaturas, si todo lo que aquí se considera, es meramente terrenal, tendente a las criaturas, y dirigido únicamente a esta vida mundana?

 

 

Así lo hiciste en Caná de Galilea, cuando apresuraste la hora de la intervención de Jesús e introdujiste su primer signo en el mundo. Cuando la fiesta se había convertido en tristeza le dijiste: «No tienen vino» (Jn 2,3). Repíteselo otra vez a Dios, oh Madre, porque hoy hemos terminado el vino de la esperanza, se ha desvanecido la alegría, se ha aguado la fraternidad. Hemos perdido la humanidad, hemos estropeado la paz. Nos hemos vuelto capaces de todo tipo de violencia y destrucción. Necesitamos urgentemente tu ayuda materna.

 

No es cierto que María cambiara los planes de Cristo, y la ayuda materna de María no tiene ningún interés por la esperanza que no sea teologal, ni por la alegría que no sea espiritual, de modo que pedirle por la fraternidad, la mera humanidad o la paz terrenal es un agravio que suplanta lo importante por lo secundario.

 

Acoge, oh Madre, nuestra súplica.

Tú, estrella del mar, no nos dejes naufragar en la tormenta de la guerra.

 

La guerra es un castigo divino a los pecados humanos, y, por tanto, pedir el fin de la guerra, sin remediar los pecados contra la ley de Dios, carece de todo sentido teológico.

 

Tú, arca de la nueva alianza, inspira proyectos y caminos de reconciliación.

 

La única verdadera reconciliación es con Dios desde la obediencia y el cumplimiento de su santa ley, y eso no aparece por ningún sitio.

 

Tú, «tierra del Cielo», vuelve a traer la armonía de Dios al mundo.

 

En cuanto que el cuerpo glorioso de María está en el cielo, se podría llamar: “tierra en el cielo”; así ni siquiera el cuerpo glorioso de Cristo se puede llamar: “tierra del cielo”, por no proceder obviamente del cielo, sino que lo único que procede del cielo, es la persona divina del Hijo, mientras que la carne fue asumida en el seno de María, y el alma fue creada en el momento de la concepción milagrosa; por otro lado, es panteísta pretender que en este mundo se cumple o se puede cumplir la armonía de Dios, pues Dios es trascendente, como ocurre con todo lo exclusivamente suyo.

 

Extingue el odio, aplaca la venganza, enséñanos a perdonar.

 

El odio y la venganza, como todas las pasiones humanas, sólo son vencidas por el amor sobrenatural de Dios.

 

Líbranos de la guerra, preserva al mundo de la amenaza nuclear.

 

Pedir la exención de un castigo merecido, sin tratar de reparar el pecado, es un contrasentido, pues el verdadero mal no es la guerra sino el pecado, y frente a éste hasta el mismo castigo puede resultar provechoso (cf. Jn 12, 11).

 

Reina del Rosario, despierta en nosotros la necesidad de orar y de amar.

 

 

Sólo la oración que brota de la acción del Espíritu, es verdadera oración (cf. Rm 8, 26), y sólo el amor de Dios es verdadero amor (cf. 1Jn 4, 8); por eso se trata de una oración y un amor sobrenaturales.

 

Reina de la familia humana, muestra a los pueblos la senda de la fraternidad.

 

 

 

Esa familia humana sólo existe en la doctrina masónica, que es puramente humanista y naturalista, mientras que ante Dios los hombres nos dividimos en trigo y cizaña (cf. Mt 13, 24s), y en ovejas y cabras (cf. Mt  25, 31s); así para Dios la única verdadera fraternidad es la de los que, recibiendo la redención de Cristo, se convierten en sus hijos (cf. Ga 3, 26-27).

 

Reina de la paz, obtén para el mundo la paz.

 

 

María, como madre de Cristo, el cual es nuestra paz (cf. Ef 2, 14), es reina de la paz sobrenatural, que es la única que para Dios tiene valor, mientras que la paz terrenal, si está plagada de pecados, es un mal con el que Dios acaba mediante el justo castigo de la guerra.

 

Que tu llanto, oh Madre, conmueva nuestros corazones endurecidos. Que las lágrimas que has derramado por nosotros hagan florecer este valle que nuestro odio ha secado. Y mientras el ruido de las armas no enmudece, que tu oración nos disponga a la paz. Que tus manos maternas acaricien a los que sufren y huyen bajo el peso de las bombas. Que tu abrazo materno consuele a los que se ven obligados a dejar sus hogares y su país. Que tu Corazón afligido nos mueva a la compasión, nos impulse a abrir puertas y a hacernos cargo de la humanidad herida y descartada.

 

 

El corazón endurecido ante Dios es el que rechaza su gracia, y de esto no hay ninguna mención. El corazón de María se aflige no tanto por los males terrenales, que son temporales y suelen ser muy merecidos, y que además, aceptados como cruz, se convierten en purificadores (cf. Mt 16, 24, y Col 1, 24), sino por el pecado, que nos aleja de Dios, que provocó el dolor redentor de Cristo, y que puede conducirnos a la condenación eterna.

 

Santa Madre de Dios, mientras estabas al pie de la cruz, Jesús, viendo al discípulo junto a ti, te dijo: «Ahí tienes a tu hijo» (Jn 19,26), y así nos encomendó a ti. Después dijo al discípulo, a cada uno de nosotros: «Ahí tienes a tu madre» (v. 27). Madre, queremos acogerte ahora en nuestra vida y en nuestra historia. En esta hora la humanidad, agotada y abrumada, está contigo al pie de la cruz. Y necesita encomendarse a ti, consagrarse a Cristo a través de ti. El pueblo ucraniano y el pueblo ruso, que te veneran con amor, recurren a ti, mientras tu Corazón palpita por ellos y por todos los pueblos diezmados a causa de la guerra, el hambre, las injusticias y la miseria.

 

 

La causa última del dolor del corazón de Jesús y del de María no son la guerra, ni el hambre, ni el padecimiento de la injusticia, ni tampoco la miseria, sino el pecado del hombre, como desobediencia a Dios, e infracción de su santa ley, ¿y dónde aparece algo de esto?; ¿dónde aparecen los inmensos pecados, plasmados, muchas veces, en inicuas legislaciones, con que los hombres, atentando contra la vida de los más débiles mediante el aborto y la eutanasia, o negando mediante la ideología de género el proyecto divino sobre la familia, ofenden más gravemente que nunca a Dios?; ni siquiera se menciona todo esto, e incluso, a veces, se está alentando desde ciertas élites eclesiales, ¿y se pretende pedir la paz, la fraternidad, la prosperidad, la ecosostenibilidad y mil zarandajas más, que para Dios no tienen ningún valor en sí mismas?

 

Por eso, Madre de Dios y nuestra, nosotros solemnemente encomendamos y consagramos a tu Corazón inmaculado nuestras personas, la Iglesia y la humanidad entera, de manera especial Rusia y Ucrania. Acoge este acto nuestro que realizamos con confianza y amor, haz que cese la guerra, provee al mundo de paz. El «sí» que brotó de tu Corazón abrió las puertas de la historia al Príncipe de la paz; confiamos que, por medio de tu Corazón, la paz llegará.

 

 

Muy errada va la confianza que, sin preocuparse de remover el pecado como transgresión de la ley de Dios, se dirige a pedir meramente bienes temporales a Dios, cuando, para él, sólo el bien eterno tiene valor (Jn 6, 27).

 

A ti, pues, te consagramos el futuro de toda la familia humana, las necesidades y las aspiraciones de los pueblos, las angustias y las esperanzas del mundo.

 

 

¿Acaso Dios nos ha creado para este mundo?; ¿qué sentido tiene la historia, sino ser camino de prueba y purificación hacia la meta de la salvación?; el futuro de los hombres está muy bien descrito por la doctrina católica de los novísimos, y no es la desaparición de las necesidades y angustias, ni el cumplimiento de las aspiraciones y esperanzas en este mundo, sino el juicio y el destino eterno de cada hombre; pero en esta oración esa doctrina revelada y sobrenatural queda suplantada por una moralidad meramente naturalista que pretende exclusivamente el progreso terrenal, que es lo que la masonería, como sociedad filantrópica y enemiga de todo lo sobrenatural, ha perseguido durante toda su historia; ahora bien, colocar el paraíso en este mundo es una tentación diabólica que cercena la trascendencia de la salvación, pues la salvación cristiana es en esencia trascendental, y sólo se cumple en la visión del mismo Dios trascendente (cf. Jn 14, 3; 1Co 13, 12; 1Jn 3, 2, y Ap 22, 4-6); por eso la salvación cristiana, para evitar todo carácter utópico, sólo se cumple escatológicamente.

 

Que a través de ti la divina Misericordia se derrame sobre la tierra, y el dulce latido de la paz vuelva a marcar nuestras jornadas. Mujer del sí, sobre la que descendió el Espíritu Santo, vuelve a traernos la armonía de Dios.

 

 

La divina misericordia no es otra cosa que la reacción del amor divino ante la miseria de nuestro pecado; así Dios prefiere siempre perdonar y convertir, a condenar (cf. Ez 18, 23 y 33, 11), e incluso, si castiga, lo hace para evitar condenar (cf. Heb 12, 6s); pero eso obviamente siempre que el hombre no se obstine en el mal, en cuyo caso ya sólo queda el juicio condenatorio (cf. Jn 3, 18; Heb 10, 26, y 1Jn 5, 16); implorar, por tanto, la divina misericordia, para mantener la apacibilidad del tiempo de esta vida, va contra la más elemental noción de la voluntad divina salvífica (cf. Ga 6, 7, y Rm 2, 4), y reducir la acción del Espíritu Santo a la consecución de una armonía divina en este mundo, niega la trascendencia del mismo Espíritu, e incurre en el más craso panteísmo, como si en este mundo se pudiera cumplir alguna cualidad específicamente divina.

 

Tú que eres «fuente viva de esperanza», disipa la sequedad de nuestros corazones. Tú que has tejido la humanidad de Jesús, haz de nosotros constructores de comunión. Tú que has recorrido nuestros caminos, guíanos por sendas de paz. Amén.

 

 

¿Qué esperanza puede garantizar Dios, y así se le puede pedir a María, sino únicamente la teologal de la salvación?; toda otra esperanza es falible, y hasta ofensiva a Dios, en cuanto que puede obstaculizar el fin por él pretendido; ya lo dice Santiago: “Pedís y no recibís, por pedir mal, para gastarlo en vuestros placeres” (Sant 4, 3); además ¿qué comunión nos ofrece Dios, sino la sobrenatural de la vida intratrinitaria? (cf. 1Jn 1, 3); precisamente Cristo vino a nosotros a través de María, para que alcancemos esa vida, que no es esta vida actual, ni siquiera mejorada y prolongada, sino la eterna, que únicamente es la divina (cf. Jn 3, 16); de ahí que dijera él mismo: “Trabajad no por el alimento que perece, sino por el que perdura para la vida eterna” (Jn 6, 27); en efecto, son también sus mismas palabras: “¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo entero, si pierde el alma?” (Mt 16, 26); san Pablo no es menos claro al respecto: “Aspirad a los bienes de arriba, no a los de la tierra” (Col 3, 2), y por ello su mayor recriminación es para aquellos que “sólo aspiran a cosas terrenas”, a los cuales caracteriza del modo más severo: “Andan como enemigos de la cruz de Cristo; su paradero es la perdición; su dios, el vientre, y su gloria, sus vergüenzas” (Flp 3, 18-19).

 

En conclusión, ante una oración tan exclusivamente humana, incluso demasiado humana, parafraseando al conocido filósofo nihilista, tan naturalista y desprovista del menor sentido sobrenatural, cuando justo esto es lo propio de la revelación cristiana, no puedo dejar de recordar insistentemente el contundente reproche de Jesús a Pedro:

“Piensas como los hombres, no como Dios”

( Mt 16, 23).

 

 

 

 

 

 


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1 comentario
  1. Santiago Sabanero Gtz. says

    Gracias es muy entendible este escrutinio y estamos de acuerdo,es como en ese pasaje de la biblia donde Pedro quiso que que Jesus no fuera a Jerusalén para que se cumpliera la escritura sobre su sacrificio. Le dijo retirate satanás ! porque tus pensamientos no son como los de DIOS sino como los hombres!. Ahora se esta pidiendo no pasar por esta purificación de salvación de millones de almas!.,muy contrario a lo que fue el profeta Jonas en Ninive pidiendo PERDON POR LOS PECADOS Y HACIENDO PENITENCIA,ACTOS DE REPARACION!. Paz y bien desde México,su hermano en Cristo Jesús.

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