El último día

Hoy nos van a dejar muchas miles de personas que cohabitan en la Tierra, junto a nosotros, cerca o lejos, pero unidos por la misma humanidad.

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Por Ángel Ortega

 

 

Hoy nos van a dejar muchas miles de personas que cohabitan en la Tierra, junto a nosotros, cerca o lejos, pero unidos por la misma humanidad.

 Muchos de ellos no lo sabrán hasta que ocurra el milagro de verse sin el cuerpo pero con la misma presencia. Infinidad de escritos nos hablan de ello, de cómo el que parte lo hace igual que un águila cuando deja el nido, volando y sin mirar atrás.

 Sin embargo hay dos importantísimos matices que no podemos olvidar, el del posible regreso y el de la seguridad del encuentro con Jesús.

 Cuando una persona, aparentemente fallecida, retoma el curso de su vida y cuenta su maravillosa experiencia, se convierte en testigo de la muerte de Jesús y testigo de la resurrección de Lázaro, abandona su pasado y su presente para empezar a vivir un futuro muy espiritual, casi celeste. Uno se pregunta, ¿qué habrá visto realmente? ¿Lo mismo que el Padre Andreu en Garabandal? Nada menos que un milagro que va a implicar a muchos y que dejará una huella imborrable en quienes lo contemplen.

 La sola presencia del que retorna es fundamento de una cátedra cum laude. La voz, como la pólvora, va recorriendo espacio y tiempo, dejando una estela prolífica entre quienes la escuchan. “Los doctores siempre se equivocan”, dice uno, “Lo han echado del cielo”, dice otro. 

 Hasta que ocurre el encuentro de la voz que proclama con el oído que sabe escuchar. Una viejecita, en su último día, no puede contener las lágrimas y derrama su amor sobre el renacido del cielo. Éste, con ojos brillantes de amor le da su secreto mejor guardado, lo que a él se le postergó para dárselo a ella, la vida eterna.

 “Madre -dice- no llores por mí que ya he vuelto, alégrate por ti que Jesús te está esperando en el cielo”.

 Y, lejos del sufrimiento comienzan a recordar momentos felices y también amargos, ven la Cruz de Jesús y, dispuestos a partir, cada uno a su lugar, comienzan a recorrerla, su corona sufriente, sus terribles llagas, las huellas del martirio y su maravilloso aroma a Dios.

 Son pasajes únicos e irrepetibles, ella lo sabe, pero no dice nada y él, ¡ay de él!, espera cogido de su mano, el dulce segundo de su partida.

 “Tú, hijo mío, tienes una misión muy importante que hacer, y yo te tengo que dejar sólo, para que la hagas. Mi batalla ya terminó, comienza la tuya. Ahora, la Madre de Dios, que se va conmigo al encuentro del Creador, será quien te cuide. El resto, ya lo sabes tú”. 

 Y, deslizándose entre sus manos, partió. Él, sacerdote, con el deber sacramental para con ella cumplido, sabiendo que ella en el viaje lo escuchaba, alzó la voz y dijo:

 “Señor que todo lo ves, que me elegiste para servir al mundo en tu nombre, acuérdate de que fue ella quien, con su esfuerzo, me sacó del mundo para que el mundo te escuchara y reaccionara ante tanto dolor. Hoy parte hacia ti en espera de encontrarse con Tu bendita Misericordia. Acuérdate de lo que Tu divina Voz me prometió ese día y carga sobre mí el yugo de sus pecados”.

 Así será tu último día, te será regalado en vida, como anticipo de tu eternidad. Ese día será una hora, un minuto, diez segundos, lo suficiente para que puedas y debas decidir, entre implorar al Señor Misericordia o volver para siempre al vacío de tu existencia. Ese será tu secreto. Dios, que siempre te escucha, tu única salvación.

 

 

 

 

 


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