Crítica a la respuesta del papa Francisco a los primeros “dubia” de los cinco cardenales. Por Padre Francisco José Vegara.

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Por Rvdo Padre Francisco José Vegara Cerezo.

Para Adoración y Liberación.

 

 

 

 

Respuesta a la primera pregunta:

 

  1. h) Finalmente, una sola formulación de una verdad nunca podrá entenderse de un modo adecuado si se la presenta solitaria, aislada del rico y armonioso contexto de toda la Revelación. La «jerarquía de verdades» implica también situar cada una de ellas en adecuada conexión con las verdades más centrales y con la totalidad de la enseñanza de la Iglesia. Esto finalmente puede dar lugar a distintos modos de exponer la misma doctrina, aunque «a quienes sueñan con una doctrina monolítica defendida por todos sin matices, esto puede parecerles una imperfecta dispersión. Pero la realidad es que esa variedad ayuda a que se manifiesten y desarrollen mejor los diversos aspectos de la inagotable riqueza del Evangelio» (Evangelii gaudium, 49). Cada línea teológica tiene sus riesgos pero también sus oportunidades.

 

La doctrina tiene que ser monolítica en el sentido de que ha de ser coherente entre sí, y consistente lógicamente, no conteniendo contradicciones, mientras que, al criticar ese carácter monolítico, considerado inconveniente, parece estar dándose pie a la más completa relativización, que es completamente nefasta y contraria a la esencia misma de la revelación.

 

Reformulación de la pregunta cardenalicia:

 

Por tanto, queremos reformular nuestro «dubium»: ¿es posible que la Iglesia enseñe hoy doctrinas contrarias a las que ha enseñado anteriormente en materia de fe y de moral, ya sea por el Papa «ex cathedra», ya sea en las definiciones de un Concilio Ecuménico, ya sea en el magisterio universal ordinario de los Obispos dispersos por el mundo (cf. «Lumen Gentium» 25)?

 

Relativizada la doctrina, y dado que todo dependería de una interpretación inclusiva, que afectaría también al sentido de los dogmas anteriores, la respuesta iría en el sentido de abandonar la lógica veritativo-funcional, que es bivalente y disyuntiva, por otra de tipo dialéctico, donde no rige el principio de no contradicción, y donde toda contradicción quedaría siempre asumida en una síntesis superior; el problema de esta lógica dialéctica estriba en su oposición a la anterior y al sentido de la misma Escritura, como luego se verá.

 

Respuesta a la segunda pregunta:

 

  1. a) La Iglesia tiene una concepción muy clara sobre el matrimonio: una unión exclusiva, estable e indisoluble entre un varón y una mujer, naturalmente abierta a engendrar hijos. Sólo a esa unión llama «matrimonio». Otras formas de unión sólo lo realizan «de modo parcial y análogo» (Amoris Iaetitia 292), por lo cual no pueden llamarse estrictamente «matrimonio».

 

Ante todo, se puede ver perfectamente cómo la raíz de todo: el huevo de la serpiente, está en “Amoris laetitia”; así el gran error, intolerable, está en la afirmación de que “otras formas de unión”, distintas al matrimonio, cumplen esa misma concepción “de modo parcial y análogo”, cuando la realidad moral estricta es que, como sólo el matrimonio permite las relaciones sexuales no pecaminosas, toda otra forma de unión supone una negación del mismo matrimonio, incurriendo en grave pecaminosidad; no se trata, por tanto, de que otras formas se acerquen más o menos al matrimonio, pues entre el pecado y la virtud no hay ninguna zona neutra de indefinición, sino de que esas otras formas contradicen moralmente, por ser pecaminosas, la virtud que sólo se cumple en el matrimonio; este error: considerar análogo lo que es equívoco, es letal, y se carga, de raíz, toda la doctrina moral de la iglesia; por tanto, su carácter magisterial oficial socavaría y hundiría la validez de todo el magisterio anterior, cuya coherencia se cifra en la ausencia de cualquier contradicción, porque, en cuanto aparezca una sola contradicción, se pierde toda la coherencia o consistencia lógica.

 

  1. c) Por esta razón la Iglesia evita todo tipo de rito o de sacramental que pueda contradecir esta convicción y dar a entender que se reconoce como matrimonio algo que no lo es.

 

Como toda otra unión distinta del matrimonio es pecaminosa, la iglesia sólo puede condenarlas sin concesión de ningún tipo.

 

  1. d) No obstante, en el trato con las personas no hay que perder la caridad pastoral, que debe atravesar todas nuestras decisiones y actitudes. La defensa de la verdad objetiva no es la única expresión de esa caridad, que también está hecha de amabilidad, de paciencia, de compresión, de ternura, de aliento. Por consiguiente, no podemos constituirnos en jueces que sólo niegan, rechazan, excluyen.

 

La caridad deberá manifestarse con muchas actitudes; pero la primera, esencial e imprescindible es siempre la defensa de la verdad objetiva, pues sin ésta la caridad deja de ser verdadera caridad, quedándose en mero sentimentalismo, completamente ineficaz en sí mismo; ciertamente la caridad llevará aparejadas expresiones sentimentales; pero éstas son secundarias, mientras que el elemento nuclear es siempre la fidelidad a la verdad objetiva.

 

Es falso decir que no podemos constituirnos en jueces, pues, en primer lugar, el papa tiene la misión de juzgar, incluso para excomulgar, y todo ministro sagrado es también juez en el sacramento del perdón, donde puede y, a veces, debe negar la absolución; por tanto, es deber sagrado negar y rechazar lo contrario a la fe, y excluir a los que se oponen a ésta; el papa Francisco con un buenismo sibilino está manipulando el lenguaje y los sentimientos, para negar la verdad doctrinal.

 

  1. e) Por ello la prudencia pastoral debe discernir adecuadamente si hay formas de bendición, solicitadas por una o por varias personas, que no transmitan una concepción equivocada del matrimonio. Porque cuando se pide una bendición se está expresando un pedido de auxilio a Dios, un ruego para poder vivir mejor, una confianza en un Padre que puede ayudarnos a vivir mejor.

 

No se trata de que la bendición de lo que no es el matrimonio, transmita una imagen equivocada del matrimonio, sino de que todo lo que no es matrimonio, es la negación del mismo, que es la única instancia en la que la acción sexual no es pecaminosa; ahora bien, es evidente que no se puede bendecir aquello que es pecaminoso, pues se incurriría en la maldición de Is 5, 20: “Ay de los que llaman al mal ‘bien’, y al bien ‘mal’.

 

Los que viven en una situación irregular que objetivamente es de pecado, no pueden ser bendecidos, pues se bendeciría su misma situación, sino que deben ser conminados a la conversión, sin la cual nadie se salva, y que en ellos ha de comenzar por el sincero deseo de enmendar la vida.

 

El primer e ineludible efecto de la gracia de Dios en nosotros es la conversión; por tanto, apelar a una gracia que no convierta, sino que mantenga la misma situación, supone tentar a Dios, exigiéndole lo que él no quiere dar.

 

  1. f) Por otra parte, si bien hay situaciones que desde el punto de vista objetivo no son moralmente aceptables, la misma caridad pastoral nos exige no tratar sin más de «pecadores» a otras personas cuya culpabilidad o responsabilidad pueden estar atenuadas por diversos factores que influyen en la imputabilidad subjetiva (Cf. san Juan Pablo ll, Reconciliatio et Paenitentia, 17).

 

Como la caridad se funda en la verdad, el primer deber de caridad consiste en advertir al pecador, de su situación objetiva de pecado, cuya responsabilidad subjetiva sólo es modificada sustancialmente por la falta de libertad o de conocimiento pleno, mientras que los demás factores sólo influyen como atenuantes o agravantes accidentalmente; ¿cómo entonces se puede decir que no hay que tratar como pecador al que casi seguramente es pecador?; al menos, habrá que informarle de la pecaminosidad moral de su situación.

 

  1. g) Las decisiones que, en determinadas circunstancias, pueden formar parte de la prudencia pastoral, no necesariamente deben convertirse en una norma. Es decir, no es conveniente que una Diócesis, una Conferencia Episcopal o cualquier otra estructura eclesial habiliten constantemente y de modo oficial procedimientos o ritos para todo tipo de asuntos, ya que todo «aquello que forma parte de un discernimiento práctico ante una situación particular no puede ser elevado a la categoría de una norma», porque esto «daría lugar a una casuística insoportable» (Amoris Iaetitia 304). El Derecho Canónico no debe ni puede abarcarlo todo, y tampoco deben pretenderlo las Conferencias Episcopales con sus documentos y protocolos variados, porque la vida de la Iglesia corre por muchos cauces además de los normativos.

 

Todo lo moral es, por esencia, normativo, y la vida de la iglesia tiene un carácter eminentemente moral, por surgir precisamente de la respuesta a una normatividad de origen divino, que interpela al hombre en su instancia moral más profunda: la conciencia; por tanto, es radicalmente falso decir que la vida de la iglesia discurre también por cauces no normativos, lo que sería tanto como no morales.

 

Decir que «aquello que forma parte de un discernimiento práctico ante una situación particular no puede ser elevado a la categoría de una norma», implica acabar con la esencia misma de la moral, la cual procede analíticamente desde principios más elementales hasta los derivados, que serán aplicados a los actos concretos, los cuales han de estar siempre subsumidos en los anteriores; por eso la conciencia moral no es más que un juicio práctico, expresado en un silogismo cuya premisa mayor es el principio universal, cuya premisa menor es el caso particular, y cuya conclusión será la bondad o maldad de tal caso, deducidas del principio en que se inscribe el caso.

 

Decir que, si cada caso particular fuera elevado a la categoría de norma, se llegaría a una “casuística insoportable”, es un contrasentido absoluto, pues la moral, como se ha explicado, no procede elevando los casos particulares a categorías universales, lo que lógicamente es imposible, ya que de lo menos: lo particular, no sale lo más: lo universal, sino que procede al revés: aplicando al caso particular la moralidad del principio universal; consiguientemente la casuística vendría precisamente de la desconexión de los casos particulares frente a las normas universales, que es justo lo que el papa Francisco pretende, obteniendo el resultado opuesto al pretendido, por cuanto con la excusa de evitar la casuística no estaría sino multiplicándola exponencialmente.

 

Reformulación de la pregunta cardenalicia:

 

Reformulemos, pues, nuestro «dubium»: ¿Es posible que en algunas circunstancias un pastor pueda bendecir uniones entre personas homosexuales, sugiriendo así que el comportamiento homosexual como tal no sería contrario a la ley de Dios y al camino de la persona hacia Dios? Vinculada a esta «dubia» es necesario plantear otra: ¿sigue siendo válida la enseñanza sostenida por el magisterio ordinario universal, según la cual todo acto sexual fuera del matrimonio, y en particular los actos homosexuales, constituyen un pecado objetivamente grave contra la ley de Dios, independientemente de las circunstancias en las que tenga lugar y de la intención con la que se realice?

 

A la primera pregunta es evidente que desde los apartados (d), (e), (f) y (g) se responde afirmativamente, y a la segunda se ha de entender que, relativizado lo objetivo, y sobredimensionado lo subjetivo, no tiene sentido empeñarse en el plano objetivo, que podría decirse que ha sido superado, contradiciendo, eso sí, la enseñanza anterior, que condenaba precisamente esa subjetivación.

 

Reformulación de la tercera pregunta cardenalicia:

 

Reformulemos, pues, nuestro «dubium»: el Sínodo de los Obispos que se celebrará en Roma, y que incluye sólo una escogida representación de pastores y fieles, ¿ejercerá, en las cuestiones doctrinales o pastorales sobre las que deberá expresarse, la Suprema Autoridad de la Iglesia, que pertenece exclusivamente al Romano Pontífice y, «una cum capite suo», al Colegio de los Obispos (cf. C. 336 C.I.C.)?

 

Esta pregunta es absolutamente ociosa, pues es evidente que todo dependerá de lo que el papa decida, asumiendo, o no, las conclusiones del sínodo, pero de modo que él mismo podría elevar al máximo rango magisterial cualquier decisión sin necesidad de contar con nadie.

 

Respuesta a la cuarta pregunta:

  1. c) Por otra parte, para ser rigurosos, reconozcamos que aún no se ha desarrollado exhaustivamente una doctrina clara y autoritativa acerca de la naturaleza exacta de una «declaración definitiva». No es una definición dogmática, y sin embargo debe ser acatada por todos. Nadie puede contradecirla públicamente y sin embargo puede ser objeto de estudio, como es el caso de la validez de las ordenaciones en la Comunión anglicana.

 

El concilio Vaticano I dice: “El Romano Pontífice, cuando habla ex cathedra, esto es: cuando, cumpliendo su cargo de pastor y doctor de todos los cristianos, define por su suprema autoridad apostólica que una doctrina sobre la fe y costumbres debe ser sostenida por la Iglesia universal, por la asistencia divina que le fue prometida en la persona del bienaventurado Pedro, goza de aquella infalibilidad de que el Redentor divino quiso que estuviera provista su Iglesia en la definición de la doctrina sobre la fe y las costumbres” (Dz 183); por tanto, ¿qué falta a la afirmación de Juan Pablo II, que pretendió cerrar definitivamente la cuestión de la ordenación sacramental de mujeres, para ser “ex cathedra”, y así lo expresó?; no habrá tenido la solemnidad de otras declaraciones; pero la intención firme y definitiva, expresada públicamente, estuvo bien clara; además tampoco hace falta acudir al magisterio de Juan Pablo II, para entender un punto que la Escritura y la Tradición dejan bien claro, y, por si faltaba algo, la alusión a las infames ordenaciones femeninas, practicadas por la iglesia anglicana, no hace sino delatar las verdaderas intenciones, que no son otras que las de seguir la senda de esa iglesia apóstata por tantos motivos.

 

Reformulación de la pregunta cardenalicia:

 

Por lo tanto, debemos reformular nuestro «dubium»: ¿podría la Iglesia en el futuro tener la facultad de conferir la ordenación sacerdotal a las mujeres, contradiciendo así que la reserva exclusiva de este sacramento a los varones bautizados pertenece a la sustancia misma del sacramento del Orden, que la Iglesia no puede cambiar?

 

Desde la alusión al caso anglicano, desde la insistencia en que el tema no ha sido agotado, lo que niega su carácter cerrado, y desde la propuesta de una nueva hermenéutica dialéctica e inclusiva se impone una respuesta positiva.

 

Respuesta a la quinta pregunta:

 

  1. a) El arrepentimiento es necesario para la validez de la absolución sacramental, e implica el propósito de no pecar. Pero aquí no hay matemáticas y una vez más debo recordar que el confesionario no es una aduana. No somos dueños, sino humildes administradores de los Sacramentos que alimentan a los fieles, porque estos regalos del Señor, más que reliquias a custodiar, son ayudas del Espíritu Santo para la vida de las personas.

 

El sacerdote hace en el sacramento de la confesión las veces de Dios, y así queda constituido verdaderamente en juez, para discernir si se dan las condiciones adecuadas para poder absolver, o no; esta función judicativa, aunque en sentido salvífico, es esencial al sacramento, y no puede ser obviada con consideraciones ridículas, como la de las matemáticas o la de la aduana.

 

  1. b) Hay muchas maneras de expresar el arrepentimiento. Frecuentemente, en las personas que tienen una autoestima muy herida, declararse culpables es una tortura cruel, pero el solo hecho de acercarse a la confesión es una expresión simbólica de arrepentimiento y de búsqueda de la ayuda divina.

 

El solo hecho de acercarse al sacramento no sirve de nada, sino que para la validez misma del sacramento hacen falta la expresión del arrepentimiento junto al propósito de enmienda, y la confesión clara de los pecados; ¿acaso han dejado de servir los consabidos cinco requisitos para la confesión?; es cierto que en este sacramento hay que proceder con mucho tacto y finura, para no violentar la conciencia escrupulosa o poco formada; pero también se tiene la obligación de informar dentro de las posibilidades, y de preservar la validez de la absolución por lo que al penitente se refiere.

 

  1. c) Quiero recordar también que «”a veces nos cuesta mucho dar lugar en la pastoral al amor incondicional de Dios“» (AmorisLaetitia 311), pero hay que aprenderlo. Siguiendo a san Juan Pablo ll, sostengo que no debemos exigir a los fieles propósitos de enmienda demasiado precisos y seguros, que en el fondo terminan siendo abstractos o incluso ególatras, sino que aun la previsibilidad de una nueva caída «”no prejuzga la autenticidad del propósito”» (San Juan Pablo II, Carta al Card. William W. Baum y a los participantes del curso anual de la Penitenciaría Apostólica, 22 marzo 1996, 5).

 

El amor de Dios sólo es incondicional en sí mismo, pues incondicional es igual a necesario, por cuanto la posibilidad reside precisamente en la dependencia de una condición; así el amor divino, realizado en la Trinidad, es efectivamente necesario, ya que ninguna de las personas divinas puede rechazarlo; pero respecto a nosotros, que, en cuanto criaturas, somos, por definición, sólo posibles, ese amor ya no puede ser necesario o incondicional sino meramente posible, dependiendo de nuestra aceptación libre como condición; esto se entiende desde la consideración de que el amor divino, cumplido plenamente en las relaciones trinitarias, también se nos ofrece a nosotros desde la relación que Dios busca entablar; ahora bien, como la relación, al igual que la conclusión silogística, sigue siempre la peor parte, es suficiente con que uno de los términos de la relación en que se cifra el amor de Dios a nosotros, sea posible: nosotros mismos, para que toda esa misma relación haya de ser considerada en sí misma posible; frente a esto, ignorar el carácter posible y libre del hombre conduce al panteísmo, que convierte al hombre en tan necesario como Dios.

 

El propósito de enmienda requerido en la confesión va unido al dolor por el pecado cometido, ya que el mismo dolor de la comisión supone la predisposición a evitar la repetición.

 

  1. d) Por último, debe quedar claro que todas las condiciones que habitualmente se ponen en la confesión, generalmente no son aplicables cuando la persona se encuentra en una situación de agonía, o con sus capacidades mentales y psíquicas muy limitadas.

 

Las excepcionalidades psicológicas han de ser consideradas como tales, y no es válida su consideración como excusa para una posible generalización.

 

Reformulación de la pregunta cardenalicia:

 

Por tanto, quisiéramos reformular nuestro «dubium»: ¿Puede recibir válidamente la absolución sacramental un penitente que, aun admitiendo un pecado, se niega a manifestar, de cualquier modo, la intención de no volver a cometerlo?

 

Desde el apartado (b) la respuesta debe ser indudablemente positiva, pero no porque se rechace la necesidad del propósito de enmienda, sino porque, lo que es mucho más grave, éste, al igual que el mismo arrepentimiento y hasta la confesión del pecado, ya no precisa ninguna explicitación en el marco del sacramento, sino que bastaría para la completitud sacramental el mero acercamiento físico al sacramento, por mucho que eso contradiga toda la enseñanza dogmática anterior.

 

 

Como recapitulación, las afirmaciones, contenidas en la respuesta del papa Francisco, de que hay otros tipos de unión, análogos al matrimonio, de que puede haber bendiciones para parejas no casadas, de que puede haber casos prácticos no subsumibles en las leyes morales, y de que basta con el mero acercamiento al sacramento de la penitencia, lo que supliría todo lo demás, son tan graves y tan claramente contrarias a la doctrina dogmática católica, que no sirve de nada aducir que no estamos ante un caso de magisterio extraordinario, que es el único dotado de infalibilidad, pues, como indica el número 892 del catecismo de la iglesia católica, la asistencia del Espíritu Santo también afecta al magisterio ordinario, el cual, no siendo infalible, se podría equivocar en alguna cosa, pero no hasta el punto de enseñar una herejía, lo que tiraría por tierra la asistencia mentada, y dejaría a Dios como a reo, al menos en cuanto permisión, de una contradicción, lo que san Pablo desecha rotundamente, al decir: “Él permanece fiel, por no poder negarse a sí mismo” (2Tm 2, 13); sería entonces una blasfemia intolerable decir que Dios puede ir contra sí mismo, y cambiar la doctrina; de ahí que el apóstol declare que “si bajara un ángel del cielo, predicando un evangelio distinto, habría que considerarlo anatema” (cf. Ga 1, 8-11).

 

No se entiende, por ello, la insistencia de los cardenales en repreguntar lo que ya ha sido respondido, a no ser que se trate de un procedimiento para excusar su ceguera voluntaria, dada la magnitud de las consecuencias.

 

En efecto, si aparece un papa hereje, lo que evidentemente está demostrando ser Francisco, sólo quedan dos opciones: o bien ese papa es inválido, pues, de ser válido, no podría siquiera ser juzgado por ninguna instancia en la tierra, sino que debería ser acatado y obedecido por todos en su autoridad suprema y universal, o bien la inválida es la doctrina católica, la cual, fundada sobre el magisterio, hasta ahora coherente, de todos los papas, mas habiendo sido conculcada por el mentado, habría quedado completamente demolida, por incurrir en la contradicción de albergar doctrinas incompatibles, habiendo además errado gravemente, al afirmar la asistencia divina sobre todos los papas, y, por ende, la imposibilidad de que alguno publicara magisterialmente una herejía, o sea: una contradicción con la doctrina anterior ya definida, que es precisamente lo que ha ocurrido, y que haría de falsación suficiente de todo el conjunto doctrinal, pues, como es sabido, basta un solo particular contrario, para anular toda una hipótesis universal; no quedan, por tanto, más opciones, porque, como se ha señalado, la consideración de que Dios cambie o engañe es simplemente blasfema.

 

Francisco José Vegara Cerezo.

 

 

 

 

 


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