La nueva Nínive
Hoy, en mi oración, he sido transportado a Nínive y he sentido que tenía que hablar en nombre de Jonás. Este escrito es el resultado de la amarga sensación que ha recorrido mi cuerpo.

Ángel Ortega
Hoy, en mi oración, he sido transportado a Nínive y he sentido que tenía que hablar en nombre de Jonás. Este escrito es el resultado de la amarga sensación que ha recorrido mi cuerpo.
LA NUEVA NÍNIVE.
Sin más remedio, he de hablar de ello, porque si no, exploto. Y lo escribo, para dar testimonio. Soy Jonás y vosotros la nueva Nínive que se ha de edificar.
Tengo algo muy importante que comunicar y necesito que vengáis a mí y escuchéis lo que os tengo que decir.
¿Qué verían los ninivitas para que todos se convirtieran y adoraran a nuestro Dios? Ni siquiera san Pedro o san Pablo tuvieron ese poder de convicción. Porque lo que ocurrió solo pudo venir de Dios, no del hombre, maltrecho desde los tiempos de la creación del pecado.
Yo, Jonás, también lo vi, incluso en primicia, antes de que ocurriera. Es lo que me puso Dios por delante para hacerme salir de la ballena. Por eso cuando les expliqué lo que debían de hacer también les presenté lo que tenía que ocurrir, la explosión del cielo en toda su grandeza o la destrucción de la ciudad en su terrible iniquidad.
Y porqué yo, me sigo preguntando, un pecador que no tenía donde caerse muerto, ni mi pueblo tampoco.
El transcurso de los años me ha hecho ver toda mi vida en un soplo de amor, el que recibí de Dios en mi nacimiento a la vida terrena y, ahora, que ya no tengo ese tiempo, más me encomiendo a la obra que comencé y que todavía no he terminado.
Ahora, sí, ahora, es cuando mi Nínive necesita la Obra redentora del Señor. Cada pueblo, cada ciudad, es la continuidad de lo que hubiera pasado allí si Dios no me hubiera enviado… Pero lo hizo, corrió el riesgo, aún a sabiendas de que, en el principio, le iba a fallar.
Y ocurrió el milagro, de nuevo me trajo al mundo de la mano de la Madre salvadora que antes no tuve. Vi con mis propios ojos las abrasadoras llamas del maligno y me embriagué con la hedorosa fragancia del azufre que casi me paraliza.
Y pensé: lo de Nínive fue un grano de arena en el desierto.
Y pensé: ¿ dónde está el verdadero Pueblo de Dios?
Y pensé: el Espíritu del que me creó, se ha de repartir entre todos a los que Dios ha llamado para la recreación del mundo. Una parte de mí, el Jonás del cielo, ha de darle carnalidad a cada corazón expectante, sobrados motivos para entrar en acción y fuego de Espíritu que regenere lo construido.
Y, una vez más, ha ocurrido. Como primicia a todo lo que va a suceder. Lo que he contemplado me ha abierto en canal, igual que el cielo lo va a hacer. Dios va a tocar las últimas notas de la Melodía Celestial para el que tenga oídos que escuche.
Luego, ¡Ay luego! Será el llanto y el rechinar de dientes. No toda Nínive se va a vestir de sayal y, entonces, vendrá el castigo. Así está escrito.
Yo, Jonás, acabaré mi obra cuando el último de los que quieran escuchar el mensaje de Dios, se haya puesto en Sus benditas manos.
A partir de aquí, la futura ciudad que vendrá con el designio del Señor será la nueva Jerusalém celeste y sólo la disfrutarán los que hayan elegido bien, por la Misericordia de nuestro Dios.
Ardo en deseos de abrazar a todos ellos, y, sí, ahora sí, contemplar definitivamente las maravillas del divino y único Santuario.
Os deseo el mejor de los caminos, el que dio vida a la vida y a la muerte, el Cristo resucitado.