Cristo o el vacío: por qué no todos los gobernantes son iguales aunque solo uno sea Rey

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por Vicente Montesinos

Director Adoración y Liberación

 

 

 

Entre líderes que aún nombran a Dios y élites que trabajan para borrarlo, el católico distingue, discierne y combate.

Nuestro Rey es Cristo. Esta verdad absoluta es el faro que ilumina toda la reflexión política del católico. Ningún gobernante —ni el mejor ni el peor— puede ocupar el trono que pertenece solo a Jesucristo, Señor de la historia y Juez de las naciones. Por eso el cristiano no idolatra a hombres, no se prosternará jamás ante ningún líder, y sabe que la fe no depende de presidentes ni parlamentos.

Pero decir que Cristo es Rey no implica caer en la comodidad suicida del “todos son iguales”. Porque no lo son. La historia, la política y la moral objetiva nos enseñan que hay hombres y proyectos que, aunque imperfectos, reconocen el orden natural, defienden la vida, honran a Dios y protegen a la patria; mientras otros trabajan activamente para destruir todo lo que Cristo fundó, todo lo que siglos de fe han construido y todo lo que permite la convivencia humana.

Es en este contraste donde muchos católicos perciben que, hoy, líderes como Putin o Trump —con sus sombras y limitaciones humanas— al menos pronuncian el nombre de Dios sin vergüenza, defienden públicamente la libertad religiosa, la familia natural, la soberanía de los pueblos y la necesidad de frenar un globalismo hostil a Cristo. No se trata de canonizar a nadie. Se trata de no ser ciego. Se trata de reconocer que, en un mundo donde casi todos los gobiernos han capitulado ante la ingeniería social anticristiana, existen algunos que todavía resisten, aunque sea parcialmente.

Mientras tanto, las élites que hoy dirigen la Unión Europea conforman un aparato político que ya ni siquiera disimula su carácter anticristiano, tecnocrático y deshumanizador. No son neutrales: son militantes. No buscan gobernar pueblos libres: buscan reconfigurar al ser humano según la ideología del momento, despojándolo de su identidad espiritual, familiar y nacional. Sus políticas migratorias no responden a la caridad ni al bien común, sino a un proyecto de disolución cultural calculada. Su legislación moral no se basa en la ley natural, sino en la negación de Dios. Su economía no sirve a la persona, sino a poderes financieros transnacionales que tratan a Europa como un laboratorio de ingeniería social. Son, en definitiva, los tentáculos políticos de la elite Ashkenaz, y actúan como tales.

Este sistema político terminal ha roto con las raíces cristianas del continente y se alinea abiertamente con la revolución mundial anticristiana: aborto convertido en derecho, eutanasia como solución, moral sexual invertida, persecución jurídica de quienes se oponen a la ideología de género, censura bajo pretexto de “seguridad digital”, destrucción de la soberanía nacional y, sobre todo, una aversión visceral a Cristo como Rey. La Unión Europea se ha convertido en el epicentro institucional de un proyecto que desprecia la cruz y todo lo que ella representa.

Frente a esta devastación, muchos jóvenes empiezan a mirar atrás buscando ejemplos de gobernantes que, sin ser perfectos, defendieron a su patria y a su fe con un sentido del deber hoy desaparecido. Por eso, y aunque el sistema lleva décadas demonizándolo, el nombre de Francisco Franco reaparece cada vez más entre jóvenes que no se conforman con el relato oficial. No es nostalgia: es búsqueda de verdad. Es comprender que la figura de Franco fue deliberadamente deformada para impedir cualquier comparación incómoda con los dirigentes actuales.

Franco —con sus limitaciones estrictamente humanas— representa algo que hoy no existe: un caudillo católico, un jefe de Estado que defendió a su nación, protegió a la Iglesia perseguida, reconstruyó un país devastado, restauró el orden social y detuvo la expansión del comunismo, convirtiéndose en el único gobernante occidental que lo derrotó militarmente. Salvó a España del exterminio religioso y del desmembramiento territorial. Mantuvo encendida una luz católica que, pese a la crisis posconciliar, resistió en España como en ningún otro país del mundo.

Y ¿cómo respondió el sistema actual a ese legado? Con su acto más vil: la profanación de su cadáver y su expulsión del Valle de los Caídos, operación ejecutada por un Estado apóstata y avalada por una jerarquía eclesial que traicionó la memoria del hombre que salvó a la Iglesia española de la aniquilación. Ese ultraje no fue contra Franco, sino contra la España católica que él representaba. Fue una señal dirigida al mundo entero: “Esto es lo que hacemos con quien defendió a Cristo”.

Mientras unos destruyen, otros intentan conservar. Mientras unas élites trabajan por erradicar cualquier rastro de civilización cristiana, otros —con aciertos o errores— siguen invocando públicamente a Dios, defendiendo la familia, la patria y el orden natural. Y el católico, que no pone su esperanza en príncipes, sí tiene el deber moral de discernir. No todo es lo mismo. No da igual quién gobierne. No da igual quién legisle. No da igual quién estructura la sociedad hacia Dios o contra Dios.

“Por sus frutos los conoceréis”, dijo el Señor. Los frutos de los dirigentes de la Unión Europea están a la vista: demolición moral, derrumbe demográfico, caos identitario, ataque a la libertad religiosa, disolución nacional, sometimiento cultural y económico a poderes globalistas. Los frutos de quienes todavía defienden —aunque incompletamente— la ley natural y la fe cristiana son distintos. No perfectos, pero distintos.

Cristo es el único Rey que no falla. Pero mientras caminamos en esta tierra, seguimos obligados a elegir entre quienes favorecen la extensión del reino de Cristo —aunque no lo comprendan del todo— y quienes trabajan para instaurar un orden incompatible con el Evangelio. Negar esta diferencia no es humildad: es ceguera. Y en tiempos de batalla espiritual, la ceguera es complicidad.

No idolatramos a ningún hombre. Pero tampoco entregamos nuestra inteligencia al sistema cuando nos pide repetir su dogma: “todo es igual”. No lo es. La historia lo demuestra, la Escritura lo confirma y la conciencia cristiana lo exige.

Mientras Occidente se derrumba bajo el peso de élites que detestan a Cristo, algunos gobernantes —y cada vez más jóvenes— se atreven a levantar la mirada hacia aquello que sí dio vida a nuestros pueblos: la fe, el orden, la verdad. Y aunque solo Cristo sea Rey, es deber del cristiano reconocer dónde respira todavía algo de cristiandad… y donde se trabaja, sin disimulo, por extinguirla.

 


 

 

 


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